Este extraordinario cuento pertenece al libro El primer campeón del mundo, de Sebastián Ronchetti, publicado por Hormigas Negras en marzo de 2020. Con la prosa de un Hemingway bonaerense, el autor cuenta una historia de iniciación, aventura, suspenso y ternura. Algunas pinceladas sobre la misteriosa lógica de los mayores y un trasfondo sociopolítico resquebrajado.
por Sebastián Ronchetti
1
Era el mediodía y el barrio a esa hora estaba desierto. Habíamos decidido buscar el escondite que Ojeda tenía debajo de las vías del Roca.
—Si mi viejo llega a enterarse nos mata —dijo Cury.
Caminamos los dos atrás del Chueco porque siempre andábamos así, siguiéndole los pasos, aunque caminara torcido. Bordeamos los monoblocks por la calle que llamábamos Ruta 2 y salimos a la esquina de Alsina y Cordero. Mientras pasábamos por la cancha de Independiente, paramos un rato bajo la galería de la tribuna alta y tomamos agua de un pico que había en el piso debajo de una tapa de Obras Sanitarias. También nos mojamos la cabeza y la cara. El sol estaba inaguantable.
Antes de seguir, Cury, que era de Racing, como yo, se bajó la bragueta y meó las boleterías de la Doble Visera gritando que todos los del rojo eran putos.
—Puto sos vos, mufa —contestó el Chueco enseguida y le tiró una piña que a mí me pareció en joda pero que a Cury no le gustó. Me di cuenta de que podían agarrarse en serio y me metí.
—No sean boludos —les grité.
Seguimos camino hasta el final de la calle donde había un portón que nos llevaba a los terrenos del ferrocarril. La puerta estaba abierta. El descampado era enorme. Apenas pasamos vimos la casa de madera abandonada y dijimos que otro día íbamos a volver a explorarla pero que no debíamos desviarnos del plan. La bocina del tren que pasó hacía la estación Avellaneda nos impulsó a correr. Las primeras vías eran las del tren de carga, donde había vagones parados. Algunos estaban llenos de sal gruesa y la mayoría de girasol. El Chueco me pidió que le hiciera pata, se subió al que tenía pipas y nos dio un puñado a cada uno.
—Sigamos —dijo.
Caminamos hasta el terraplén, subimos la barranca y empezamos a buscar a lo largo de la vía. No sabíamos cuanto tiempo teníamos antes de que pasara de nuevo el tren y tratamos de apurarnos. Cury buscó en una parte donde los yuyos y las cañas estaban muy crecidos. Con el Chueco fuimos para el lado de los Siete Puentes.
Al rato Cury nos llamó.
—Miren —dijo y señaló un lugar donde había muchas piedras entre los durmientes. Empezamos a sacarlas y encontramos debajo unas maderas que las sostenían. Cuando casi habíamos terminado de removerlas no supimos que hacer.
—¿Y ahora qué? —preguntó Cury que siempre esperaba la orden del Chueco.
—Entramos —dijo.
Sacó la última tabla y dejó el pozo al descubierto. Era profundo, pero no muy ancho, un poco menos que el ancho de la vía. Lo que sí era bastante largo: ocupaba la distancia entre cuatro durmientes. Había lugar suficiente para los tres. Para mí era más grande que el baño de casa y eso que mamá siempre decía que teníamos un baño enorme.
Apenas entramos, nos juntamos y nos dimos un abrazo como hacen los equipos antes de salir a la cancha. Cury y yo nos sentamos cada uno en una punta, enfrentados y el Chueco se acostó en el medio del pozo y puso las manos atrás de la cabeza.
—Desde acá voy a verlo bien —dijo.
Después de unos minutos me quería ir, recién ahí adentro comprendí que nos iba a pasar el tren por arriba, pero traté de bancármela y no dije nada. El tiempo no pasaba más, me comí los girasoles que tenía en el bolsillo, pero apenas podía tragar.
Calculaba la distancia entre mi cara y el riel y pensaba a qué velocidad vendría el tren, si haría chispas, si produciría calor, si arrastraría las piedras.
—Tengo una petaca —dijo el Chueco. Sacó la botella de adentro de una de sus medias.
Yo solo había tomado vino alguna vez, pero igual acepté, «8 Hermanos» decía la etiqueta, me pareció un asco, aunque sentí que resucitaba. Ellos tomaron sin pestañear.
—¿Viene muy rápido? —pregunté.
–A los pedos —contestó Cury.
—No seas boludo, que se la va a tomar toda —se rió el Chueco.
Después hablaron de fútbol, del descenso de Racing; hablaron de Analía, la hermana de Tato, que para Cury era un camión; también de Alfonsín y de Herminio, al que, según dijo el Chueco, le faltaba un huevo y la mitad del otro. Yo los escuchaba, mientras hundía las uñas en la tierra y escarbaba. Era una forma de pasar el tiempo y tranquilizarme. Pero duró poco. Lo de tranquilizarme digo. Apenas unos minutos, hasta que toqué algo sólido, rígido que no era una piedra, de eso estaba seguro. Saqué un poco más de tierra y sentí en mis dedos lo que claramente era una bolsa de nylon.
Los pibes seguían en otra. Sacaron la segunda petaca, era licor de chocolate. Me gustó un poco más.
—¿Para qué tiene tu papá un escondite? —le pregunté de repente a Cury, animado por el alcohol, mientras pensaba si debía compartir mi hallazgo.
Pero no hubo tiempo. Cury me iba a contestar cuando comenzamos a sentir la vibración y, en un instante, el ruido era ensordecedor. El tren venía a toda velocidad. La tierra se nos metía en los ojos. Las piedras repiqueteaban en las vías. Los durmientes se movían y las ruedas golpeaban al pasar por el pozo y era como si pegaran en nuestras cabezas. Durante unos segundos pensé que estaba en el mismísimo infierno.
Pero al fin el ruido empezó a menguar. El tren ya había pasado por arriba nuestro. Los pibes salieron gritando y comenzaron a tirarle piedras a la formación que se alejaba. Yo me asomé entre los durmientes para ver el último vagón que iba camino a Sarandí, pero me quedé un poco más en el pozo, todavía me duraba la conmoción, me tiré en el piso y traté de tranquilizarme.
Apenas había recuperado la respiración cuando reconocí la voz de Ojeda
—¡Qué carajo hacen acá! —gritó, parado sobre una vía.
No sé cómo supo que estábamos ahí, pero el viejo nos encontró.
—Dejen todo como estaba —dijo.
Agarramos las tablas y las piedras y dejamos el pozo como antes. Cury estaba rojo. El Chueco empezó a silbar. Yo me guardé una de las piedras engrasadas en el bolsillo. Bajamos el terraplén y caminamos hacia el barrio.
Los pibes se adelantaron. Antes de llegar, lo alcancé a Ojeda y le pedí que no le contara nada a mis padres.
—Por favor —le insistí.
Lo miré y abrí la boca como para volver a hablar, estaba pensando en lo que escondía en el pozo, en preguntarle, pero no pude decir palabra, creo que en esos segundos mi cara me delató. Ojeda no dijo nada y siguió caminando en silencio hasta el monoblock. Con los pibes ni nos despedimos. Yo subí rápido los dos pisos hasta mi casa. Entré, me tiré en la cama, miré la piedra, la acerqué a mi nariz y respiré hondo.
La escuché llegar a mamá. Me apuré a guardar la piedra en mi cajón y hundí la cabeza en la almohada.
2
Tardé unos días en aparecer, pero en algún momento iba a tener que bajar, eso lo sabía, acababan de terminar las clases y no me iba quedar todo diciembre, ni todo el verano encerrado en el departamento. Estaba asustado, pero sobre todo no quería cruzarme con Ojeda. Lo que nunca pensé es que apenas bajara lo iba a ver y menos que me iba a decir lo que me dijo.
—Nosotros tenemos un secreto —dijo y siguió mirando para afuera por una de las ventanas del palier.
Me habré puesto pálido porque enseguida cambió el tono.
—No te preocupes.
—¿No le va a decir a mis viejos?
—No, no es eso.
—¿Qué dice Ojeda?
—Al pozo no vas a ir más solo, ya lo juraste.
—Sí, claro.
—Confío en vos.
—¿Me puedo ir entonces?
—Es por lo otro Juan.
Nunca me había llamado por mi nombre, siempre me decía pichón o cuando me veía con mamá, me decía jefecito, pero nunca Juan.
—Los secretos tienen reglas.
—Yo no hice nada, se lo juro.
—No jures más que pareces un cura.
—¿Qué dice Ojeda? —repetí—. Me está mareando.
—Vas a venir conmigo al pozo, eso digo.
—¿Quiere que devuelva la piedra?
—¡Dejá de hacerte el boludo!
Era verdad, me estaba haciendo el boludo, pero no me había dado cuenta, era mi cabeza, digamos, la que se estaba haciendo la boluda, porque en ningún momento, hasta ese instante pensé en la bolsa que había descubierto en el pozo.
—¿Ahora le parece? —le pregunté.
—¿Ahora qué?
—¿Ahora quiere que vayamos?
—Sí, eso había pensado.
Salimos por la puerta de atrás del palier, la que daba a la playa de estacionamiento para que no nos viera nadie, en realidad, para que no nos vieran Cury y el Chueco que estaban jugando adelante.
—¿Estás apurado?
—No, para nada.
—Aflojá, entonces.
Creo que de los nervios había salido casi corriendo y además Ojeda caminaba despacio, nunca le había prestado demasiada atención, pero parecía más viejo de lo que realmente era. Aunque no debía ser mucho más grande que papá, todo parecía costarle el doble.
Caminamos en silencio hasta el portón que divide el barrio de las vías. Ojeda parecía estar juntando fuerzas para hablar.
—¿Sabés que trabajo en el tren, no?
—Sí, me contó Cury.
—Soy maquinista. Es difícil, hace ya unos años que me mandaron al tren de carga. Pero antes llevaba pasajeros, el tren es muy grande y viaja mucha gente, y uno es responsable por la gente.
A Ojeda se la quebró la voz en la última frase y me dio vergüenza mirarlo.
—De eso se trata, entendés, Juan, de la responsabilidad.
Le dije que sí, aunque no entendí del todo a que se refería. Volvió a quedarse callado. Llegamos al pozo.
Me dijo que baje primero y me dio la mano para ayudarme.
—Este pozo ya no hace falta, se terminó.
Ojeda me señalo el lugar donde me había sentado con los pibes el otro día. Me debo haber puesto colorado, porque no necesitó aclararme nada.
—Sacala dale.
—¿Le parece?
—Sí, dale
Tiré del nudo de la bolsa pero no pude ni moverla. Ojeda se levantó. La cara le había cambiado, estaba sonriendo. Entre los dos terminamos de desenterrar la bolsa. Me pidió que la abriera. Estaba llena de libros y de revistas.
Empezó a sacar. Había de todo. Algunos yo los conocía de la biblioteca de casa, pero otros ni los había escuchado nombrar y eso que a mí me gustaba mucho leer. Ojeda estaba entusiasmado.
—Los guardé acá, era peligroso tenerlos en casa, pero no los iba a quemar. Hay cosas de otros compañeros también. Uno se siente responsable por los compañeros —dijo y ahora sí me animé a mirarlo.
—Tu papá me dijo un día que él no iba a quemar los libros, ni a esconderlos. Tuvo suerte. Ahora se terminó, pero igual no hay que hacer boludeces. Las cosas van a quedar acá, por el momento, pero quiero que algunos los tengas vos. A mi hijo no le importan.
No entendía por qué a mí, por qué me quería dar esos libros tan importantes, por qué me confiaba su secreto.
—Vamos a tener algunas reglas. Te vas a ir llevando los libros de a uno o de a dos y a medida que los vas leyendo venimos a buscar más, podés elegir o yo te aconsejo.
—Prefiero elegir —le dije.
—Como quieras, pero la regla más importante es que por ahora nadie, ni siquiera mi hijo debe saber de esto.
Le dije que no le iba a fallar. Sonó raro escucharme, pero me parecieron las palabras justas para ese momento. Me sentí orgulloso.
Elegí dos libros. Por los títulos pensé que iban a ser los más divertidos, El juguete rabioso fue el primero y Mascaró, el cazador americano, el segundo.
—Seguro son de superhéroes.
—Ya veremos. Tu mamá me contó que leés muy rápido.
—Pero ella no me cree y me pide que le cuente.
—Entonces, cuando termines me vas a contar.
—No sea así Ojeda —le dije.
Salimos del pozo y lo volvimos a tapar. Me puse los libros abajo de la remera y los ajusté con el elástico del pantalón. Me resultó obvio que no podía llegar al monoblock con los libros en la mano.
No sé si me pareció a mí, pero la vuelta la hicimos más rápido. Estaba ansioso por llegar y Ojeda no me pidió que fuera más lento.
En el camino hablamos de fútbol. También era de Racing, como yo, pero no estaba triste por el descenso, me dijo que no me preocupe, que las cosas a veces pasan por una razón.
—No nos derrotaron— me dijo— ya vas a ver.
En la puerta del monoblock nos despedimos, Ojeda se quedó abajo y yo subí, feliz, guardando bajo mi remera, aquellos libros y aquel secreto.