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El Pozo

Este extraordinario cuento pertenece al libro El primer campeón del mundo, de Sebastián Ronchetti, publicado por Hormigas Negras en marzo de 2020. Con la prosa de un Hemingway bonaerense, el autor cuenta una historia de iniciación, aventura, suspenso y ternura. Algunas pinceladas sobre la misteriosa lógica de los mayores y un trasfondo sociopolítico resquebrajado.

por Sebastián Ronchetti

1

Era el mediodía y el barrio a esa hora estaba desierto. Habíamos decidido buscar el escondite que Ojeda tenía debajo de las vías del Roca.

—Si mi viejo llega a enterarse nos mata —dijo Cury.

Caminamos los dos atrás del Chueco porque siempre andábamos así, siguiéndole los pasos, aunque caminara torcido.   Bordeamos los monoblocks por la calle que llamábamos Ruta 2 y salimos a la esquina de Alsina y Cordero. Mientras pasábamos por la cancha de Independiente, paramos un rato bajo la galería de la tribuna alta y tomamos agua de un pico que había en el piso debajo de una tapa de Obras Sanitarias. También nos mojamos la cabeza y la cara. El sol estaba inaguantable.

Antes de seguir, Cury, que era de Racing, como yo, se bajó la bragueta y meó las boleterías de la Doble Visera gritando que todos los del rojo eran putos.

—Puto sos vos, mufa —contestó el Chueco enseguida y le tiró una piña que a mí me pareció en joda pero que a Cury no le gustó. Me di cuenta de que podían agarrarse en serio y me metí.

—No sean boludos —les grité.

Seguimos camino hasta el final de la calle donde había un portón que nos llevaba a los terrenos del ferrocarril. La puerta estaba abierta. El descampado era enorme. Apenas pasamos vimos la casa de madera abandonada y dijimos que otro día íbamos a volver a explorarla pero que no debíamos desviarnos del plan. La bocina del tren que pasó hacía la estación Avellaneda nos impulsó a correr. Las primeras vías eran las del tren de carga, donde había vagones parados. Algunos estaban llenos de sal gruesa y la mayoría de girasol. El Chueco me pidió que le hiciera pata, se subió al que tenía pipas y nos dio un puñado a cada uno.

—Sigamos —dijo.

Caminamos hasta el terraplén, subimos la barranca y empezamos a buscar a lo largo de la vía. No sabíamos cuanto tiempo teníamos antes de que pasara de nuevo el tren y tratamos de apurarnos. Cury buscó en una parte donde los yuyos y las cañas estaban muy crecidos. Con el Chueco fuimos para el lado de los Siete Puentes.

Al rato Cury nos llamó.

—Miren —dijo y señaló un lugar donde había muchas piedras entre los durmientes. Empezamos a sacarlas y encontramos debajo unas maderas que las sostenían. Cuando casi habíamos terminado de removerlas no supimos que hacer.

—¿Y ahora qué? —preguntó Cury que siempre esperaba la orden del Chueco.

—Entramos —dijo.

Sacó la última tabla y dejó el pozo al descubierto. Era profundo, pero no muy ancho, un poco menos que el ancho de la vía. Lo que sí era bastante largo: ocupaba la distancia entre cuatro durmientes. Había lugar suficiente para los tres. Para mí era más grande que el baño de casa y eso que mamá siempre decía que teníamos un baño enorme.

Apenas entramos, nos juntamos y nos dimos un abrazo como hacen los equipos antes de salir a la cancha. Cury y yo nos sentamos cada uno en una punta, enfrentados y el Chueco se acostó en el medio del pozo y puso las manos atrás de la cabeza.

—Desde acá voy a verlo bien —dijo.

Después de unos minutos me quería ir, recién ahí adentro comprendí que nos iba a pasar el tren por arriba, pero traté de bancármela y no dije nada. El tiempo no pasaba más, me comí los girasoles que tenía en el bolsillo, pero apenas podía tragar.

Calculaba la distancia entre mi cara y el riel y pensaba a qué velocidad vendría el tren, si haría chispas, si produciría calor, si arrastraría las piedras.

—Tengo una petaca —dijo el Chueco. Sacó la botella de adentro de una de sus medias.

Yo solo había tomado vino alguna vez, pero igual acepté, «8 Hermanos» decía la etiqueta, me pareció un asco, aunque sentí que resucitaba. Ellos tomaron sin pestañear.

—¿Viene muy rápido? —pregunté.

–A los pedos —contestó Cury.

—No seas boludo, que se la va a tomar toda —se rió el Chueco.

Después hablaron de fútbol, del descenso de Racing; hablaron de Analía, la hermana de Tato, que para Cury era un camión; también de Alfonsín y de Herminio, al que, según dijo el Chueco, le faltaba un huevo y la mitad del otro. Yo los escuchaba, mientras hundía las uñas en la tierra y escarbaba. Era una forma de pasar el tiempo y tranquilizarme. Pero duró poco. Lo de tranquilizarme digo. Apenas unos minutos, hasta que toqué algo sólido, rígido que no era una piedra, de eso estaba seguro. Saqué un poco más de tierra y sentí en mis dedos lo que claramente era una bolsa de nylon.

 

Los pibes seguían en otra. Sacaron la segunda petaca, era licor de chocolate. Me gustó un poco más.

—¿Para qué tiene tu papá un escondite? —le pregunté de repente a Cury, animado por el alcohol, mientras pensaba si debía compartir mi hallazgo.

Pero no hubo tiempo. Cury me iba a contestar cuando comenzamos a sentir la vibración y, en un instante, el ruido era ensordecedor. El tren venía a toda velocidad. La tierra se nos metía en los ojos. Las piedras repiqueteaban en las vías. Los durmientes se movían y las ruedas golpeaban al pasar por el pozo y era como si pegaran en nuestras cabezas. Durante unos segundos pensé que estaba en el mismísimo infierno.

Pero al fin el ruido empezó a menguar. El tren ya había pasado por arriba nuestro. Los pibes salieron gritando y comenzaron a tirarle piedras a la formación que se alejaba. Yo me asomé entre los durmientes para ver el último vagón que iba camino a Sarandí, pero me quedé un poco más en el pozo, todavía me duraba la conmoción, me tiré en el piso y traté de tranquilizarme.

Apenas había recuperado la respiración cuando reconocí la voz de Ojeda

—¡Qué carajo hacen acá! —gritó, parado sobre una vía.

No sé cómo supo que estábamos ahí, pero el viejo nos encontró.

—Dejen todo como estaba —dijo.

Agarramos las tablas y las piedras y dejamos el pozo como antes. Cury estaba rojo. El Chueco empezó a silbar. Yo me guardé una de las piedras engrasadas en el bolsillo. Bajamos el terraplén y caminamos hacia el barrio.

Los pibes se adelantaron. Antes de llegar, lo alcancé a Ojeda y le pedí que no le contara nada a mis padres.

—Por favor —le insistí.

Lo miré y abrí la boca como para volver a hablar, estaba pensando en lo que escondía en el pozo, en preguntarle, pero no pude decir palabra, creo que en esos segundos mi cara me delató. Ojeda no dijo nada y siguió caminando en silencio hasta el monoblock. Con los pibes ni nos despedimos. Yo subí rápido los dos pisos hasta mi casa. Entré, me tiré en la cama, miré la piedra, la acerqué a mi nariz y respiré hondo.

La escuché llegar a mamá. Me apuré a guardar la piedra en mi cajón y hundí la cabeza en la almohada.

 

 2

Tardé unos días en aparecer, pero en algún momento iba a tener que bajar, eso lo sabía, acababan de terminar las clases y no me iba quedar todo diciembre, ni todo el verano encerrado en el departamento. Estaba asustado, pero sobre todo no quería cruzarme con Ojeda. Lo que nunca pensé es que apenas bajara lo iba a ver y menos que me iba a decir lo que me dijo.

—Nosotros tenemos un secreto —dijo y siguió mirando para afuera por una de las ventanas del palier.

Me habré puesto pálido porque enseguida cambió el tono.

—No te preocupes.

—¿No le va a decir a mis viejos?

—No, no es eso.

—¿Qué dice Ojeda?

—Al pozo no vas a ir más solo, ya lo juraste.

—Sí, claro.

—Confío en vos.

—¿Me puedo ir entonces?

—Es por lo otro Juan.

Nunca me había llamado por mi nombre, siempre me decía pichón o cuando me veía con mamá, me decía jefecito, pero nunca Juan.

—Los secretos tienen reglas.

—Yo no hice nada, se lo juro.

—No jures más que pareces un cura.

—¿Qué dice Ojeda? —repetí—. Me está mareando.

—Vas a venir conmigo al pozo, eso digo.

—¿Quiere que devuelva la piedra?

—¡Dejá de hacerte el boludo!

Era verdad, me estaba haciendo el boludo, pero no me había dado cuenta, era mi cabeza, digamos, la que se estaba haciendo la boluda, porque en ningún momento, hasta ese instante pensé en la bolsa que había descubierto en el pozo.

—¿Ahora le parece? —le pregunté.

—¿Ahora qué?

—¿Ahora quiere que vayamos?

—Sí, eso había pensado.

Salimos por la puerta de atrás del palier, la que daba a la playa de estacionamiento para que no nos viera nadie, en realidad, para que no nos vieran Cury y el Chueco que estaban jugando adelante.

—¿Estás apurado?

—No, para nada.

—Aflojá, entonces.

Creo que de los nervios había salido casi corriendo y además Ojeda caminaba despacio, nunca le había prestado demasiada atención, pero parecía más viejo de lo que realmente era. Aunque no debía ser mucho más grande que papá, todo parecía costarle el doble.

Caminamos en silencio hasta el portón que divide el barrio de las vías. Ojeda parecía estar juntando fuerzas para hablar.

 

—¿Sabés que trabajo en el tren, no?

—Sí, me contó Cury.

—Soy maquinista. Es difícil, hace ya unos años que me mandaron al tren de carga. Pero antes llevaba pasajeros, el tren es muy grande y viaja mucha gente, y uno es responsable por la gente.

A Ojeda se la quebró la voz en la última frase y me dio vergüenza mirarlo.

—De eso se trata, entendés, Juan, de la responsabilidad.

Le dije que sí, aunque no entendí del todo a que se refería.   Volvió a quedarse callado. Llegamos al pozo.

Me dijo que baje primero y me dio la mano para ayudarme.

—Este pozo ya no hace falta, se terminó.

Ojeda me señalo el lugar donde me había sentado con los pibes el otro día. Me debo haber puesto colorado, porque no necesitó aclararme nada.

—Sacala dale.

—¿Le parece?

—Sí, dale

Tiré del nudo de la bolsa pero no pude ni moverla. Ojeda se levantó. La cara le había cambiado, estaba sonriendo. Entre los dos terminamos de desenterrar la bolsa. Me pidió que la abriera. Estaba llena de libros y de revistas.

Empezó a sacar. Había de todo. Algunos yo los conocía de la biblioteca de casa, pero otros ni los había escuchado nombrar y eso que a mí me gustaba mucho leer. Ojeda estaba entusiasmado.

—Los guardé acá, era peligroso tenerlos en casa, pero no los iba a quemar. Hay cosas de otros compañeros también. Uno se siente responsable por los compañeros —dijo y ahora sí me animé a mirarlo.

 

—Tu papá me dijo un día que él no iba a quemar los libros, ni a esconderlos. Tuvo suerte. Ahora se terminó, pero igual no hay que hacer boludeces. Las cosas van a quedar acá, por el momento, pero quiero que algunos los tengas vos. A mi hijo no le importan.

No entendía por qué a mí, por qué me quería dar esos libros tan importantes, por qué me confiaba su secreto.

—Vamos a tener algunas reglas. Te vas a ir llevando los libros de a uno o de a dos y a medida que los vas leyendo venimos a buscar más, podés elegir o yo te aconsejo.

—Prefiero elegir —le dije.

—Como quieras, pero la regla más importante es que por ahora nadie, ni siquiera mi hijo debe saber de esto.

Le dije que no le iba a fallar. Sonó raro escucharme, pero me parecieron las palabras justas para ese momento. Me sentí orgulloso.

Elegí dos libros. Por los títulos pensé que iban a ser los más divertidos, El juguete rabioso fue el primero y Mascaró, el cazador americano, el segundo.

 

—Seguro son de superhéroes.

—Ya veremos. Tu mamá me contó que leés muy rápido.

—Pero ella no me cree y me pide que le cuente.

—Entonces, cuando termines me vas a contar.

—No sea así Ojeda —le dije.

Salimos del pozo y lo volvimos a tapar. Me puse los libros abajo de la remera y los ajusté con el elástico del pantalón. Me resultó obvio que no podía llegar al monoblock con los libros en la mano.

No sé si me pareció a mí, pero la vuelta la hicimos más rápido. Estaba ansioso por llegar y Ojeda no me pidió que fuera más lento.

En el camino hablamos de fútbol. También era de Racing, como yo, pero no estaba triste por el descenso, me dijo que no me preocupe, que las cosas a veces pasan por una razón.

—No nos derrotaron— me dijo— ya vas a ver.

En la puerta del monoblock nos despedimos, Ojeda se quedó abajo y yo subí, feliz, guardando bajo mi remera, aquellos libros y aquel secreto.

 

 

 

 

 

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El ojo que lo observa todo

Hormigas Negras acaba de publicar El ojo, segundo libro de Damián Rovner constituido por diecinueve relatos en su mayoría fantásticos. En este cuento, el autor propone un viaje de sumersión y ampliación del campo perceptivo.  ¿Qué pasaría si en vez de contemplar una obra de arte pudiéramos entrar en ella?

 

por Damián Rovner

Hay un ojo que lo observa todo. Al barco que vuela, al toro equilibrista, a la puerta misteriosa, al dragón alado, a las formas del infinito y a mí. Es un ojo gigante y profundo que observa los trescientos sesenta grados del espacio y se mantiene suspendido en el aire. No está conectado a ningún órgano de ningún cuerpo e igualmente tiene todas las cualidades de un ojo. Es un ente autónomo y autosuficiente que registra dentro de sí las imágenes de los rincones más remotos y de la historia conocida y por conocer.

Aunque creo estar afuera, soy parte de aquella constelación y me siento observado. Su mirada es inquietante y los estímulos sensoriales desbordantes. Por momentos dudo de si las coloridas figuras que lo rodean son reales. Floto absorto sobre un mullido vacío negro entre visiones que intento comprender como señales ineludibles para mi vida.

Hay un toro de múltiples tonalidades haciendo equilibrio sobre una pequeña pelota, señal del gran poder y ambición de la bestia que, a pesar de su tamaño y tosquedad, logra mantenerse en armonía sobre un objeto minúsculo demostrando que todo es posible, que no hay proeza irrealizable. O acaso represente la vulnerabilidad de un ser fuerte y vigoroso, aparentemente invencible, que en cualquier momento puede caer de bruces y estropearse contra el piso, simbolizando la fragilidad que amenaza cada acto. El toro posee un cuerpo colosal, cuadrado, una cabeza diminuta y lleva un hermoso traje de colores pastel naranja, azul y amarillo, acorde a la dimensión de su espectáculo. Me mira desafiante haciéndome sentir que allí el extraño soy yo. Trato de dirigirme hacia él pero da vuelta la cabeza y continúa ostentando sus habilidades de equilibrista con orgullo. Una platea de cabezas de diminutos toros, en la penumbra, disfruta y festeja sus piruetas.

Mi mente vuela como un trompo en el vacío. Allí cerca, una escalera conduce a una puerta que invita a abrirla. Puede ser que encuentre los recuerdos de la memoria del ojo, de épocas antiguas; puede que esté preservando ahí sus tesoros más celosos y sagrados, sus vivencias más íntimas y secretas. Pero también es posible que esa puerta esté protegiendo los recuerdos del futuro, que nos esté resguardando del vértigo que nos provocaría descubrir aunque sea una ínfima porción de nuestro destino. La tentación es grande pero decido contenerme. Abrir esa puerta sería adentrarme en un mundo desconocido y peligroso. ¿Podría soportar descubrir mi propio futuro?, ¿y si encontrase que nunca existí?

Un barco surca los mares invisibles timoneado por una oropéndola orgullosa de su suave plumaje amarillo. Junto a su séquito de aves, desfilan exhibiendo banderas y trofeos y entonando décimas referidas a sus aventuras. Los cantos de los pájaros se asemejan a una orquesta sinfónica en su máximo clímax. El barco navega conectando las historias y transportando noticias del ojo.

Estoy rodeado de deslumbrantes figuras y cada una me abre una puerta hacia un nuevo relato. Objetos absurdos, coloridas construcciones y animales exóticos; todas esparcidas y suspendidas alrededor del ojo que todo lo observa.

Giro asustado y me detengo admirado por un dragón con una serpiente tatuada sobre su torso. Una estrella fugaz triangular se eleva sobre su cuerpo. El dragón es imponente y señorial y viste con orgullo sus atuendos bordados con lienzos de diferentes diseños. A su alrededor, cintas de colores surcan la oscuridad, cual fuegos de artificio, en señal de festejo. Hubiese afirmado que los dragones eran creaciones fantásticas, ¿cómo podía el ojo recordar y reflejar algo que nunca existió? Aunque perfectamente podría ser el recuerdo de una fábula leída en un libro, dado que los libros también construyen realidades. Yo mismo puedo ser el personaje de un cuento. O, sin ir más lejos, puedo ser solo un personaje de este libro y no existir en la realidad. Acaso tanto el lector como yo seamos creaciones del gran ojo que lo observa todo. Incluso tal vez no seamos más que recuerdos del ojo, objetos de su memoria y flotemos a su alrededor completando la obra. Aunque lo más probables es que el ojo, sus recuerdos, vos y yo, no seamos otra cosa que parte del universo que está observando otro ojo desde otra dimensión.

Suena un timbre y, como en un fantástico sueño, me abro paso entre las imágenes, el toro, el barco, la puerta, el dragón, los tatuajes y entro al gran salón de las comidas. Al mediodía todos los internos debemos dirigimos al comedor. Cuando entro, siempre me dicen que un ojo me está observando y que no cometa ninguna locura.

 

Inspirado en el cuadro de Kandinsky “En torno al círculo”, 1940

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El atajo

Escribí El Atajo en el año 2010, en una tarde de inspiración y placer en la que todos los párrafos fluyeron como si me los estuvieran dictando. Los cambios que le hice, posteriormente, fueron mínimos. Es un texto que destaca la complicidad de de los lectores y el amor por los libros.

 

a Gonzalo Maurenza

Cuando vamos en el colectivo y descubrimos a alguien que lee, es usual que nos estiremos para ver la tapa del libro y así saber de qué autor se trata, son más las veces en que esa información desvanece la expectativa, aquel pasajero lee algo a la moda que no nos interesa ni representa nada para nosotros, otras veces sentimos un alivio al comprobar que se trata de un gran libro. ¡Quién sabe el porqué de esta intromisión en la lectura que realiza ese desconocido con el que no tenemos ningún interés por hablar ni tampoco ofrecerle ningún tipo de seña cómplice y, sin embargo, de forma irracional, parece beneficiarnos con su presencia por estar leyendo algo interesante! Algo cambia, el colectivo continúa siendo una cápsula infernal, ruidosa, llena de oficinistas con sus tacos aguja o sus trajes grises iguales a otros trajes grises y sus corbatas diferenciadas en el sentido hacia donde van las rayas; nada cambia, los estudiantes continúan hablando durante cuarenta cuadras sobre la cursada del día, algunos pasajeros silenciosos, resignados a perder ese tiempo en el transporte público, parecen al menos aprovechar el hecho de que nada se espera de ellos por este rato, miran las pegatinas, las ramas de los árboles que rozan el colectivo; otros, otras, tienen que ocupar su tiempo, sacarle algo al momento, escriben mensajes con seriedad como si estuvieran enviando datos secretos para salvar multitudes de algún tipo de catástrofe o hablan en forma incesante, a viva voz, sobre la altura de la avenida, cuánto más se demorarán en el viaje, delante de qué edificio están pasando. Algo cambia y nada cambia, algunos, ausentes del entorno, con sus auriculares alrededor del cráneo, sonríen, no oyen música, siguen los chistes de un locutor radial que aprendió a hablar más rápido de lo que puede pensar. Y en el entorno del colectivo, más colectivos y coches, camiones, taxis, todos atascados en la avenida. Puteadas. Bocinas. Es el día en la ciudad. La importancia de llegar, de ir, de estar, de cumplir, la obligación de presentarse a tiempo y alguien leyendo un gran párrafo, un abismo, un poco de oxígeno, un momento del tiempo fuera del tiempo.

El párrafo que alguien destacó para volver a leer, para leérselo a otro. El párrafo que encierra el secreto del momento anterior a ser, el momento previo de vacío, la pared de piedra invisible que el escritor absorbió primero con calma, luego con angustia; caminó por la habitación, se detuvo, acomodó sus anteojos, mordió sus uñas, intentó forzar la espera, quiso agregarle algo intangible a esa aparente pasividad. Las copas de los árboles se mecieron de forma suave por la brisa otoñal. Los niños gritaron en el parque, lejanos, jugando felices. Los pajarracos chillaron de un lado a otro y un camión destartalado se hundió en la cuneta, sacudió sus piezas flojas que resonaron. Fue el final de la tarde. El escritor dejó de sentirse incómodo porque en su mente, el párrafo se había armado. Volvió a su mesa de trabajo y se sentó.

¿Cómo te llamás? ¿Qué música escuchás? Esas eran las preguntas iniciales que nos hacían los varones en la pubertad. Solíamos reírnos porque todos empezaban igual. Sin embargo, no era un mal comienzo, la respuesta a la segunda pregunta abría el diálogo y definía los momentos siguientes. Podíamos desechar personas o sentir que éramos incomprendidos cuando la lista de bandas y discos favoritos no coincidía. Pensábamos que era indispensable compartir la emoción por las mismas canciones para poder entendernos en otras áreas de la vida y en la percepción conceptual de asuntos filosóficos o sociales. Avanzábamos a pura intuición en el dibujo de ese mapa abstracto que contenía una isla sin nombre, donde llevábamos los tesoros encontrados.

¿Con menos prejuicios que en la pubertad? ¿Con la misma intensidad que en la adolescencia? Seguimos escuchando rock y la música continúa siendo un alimento espiritual y un nexo emotivo. Nos ponemos las zapatillas para ir a los estadios, a los encuentros multitudinarios motivados por una banda de rock, tal como hacíamos a los catorce años. Memorizamos espontáneamente las fechas de lanzamientos de discos. Guardamos en el cajón de la mesa de luz o adentro de un libro preferido, la entrada del próximo show. Buscamos las canciones que nos conmueven, que hacen más livianos nuestros pasos por la ciudad. Nos enamoramos de un álbum que ponemos tres veces por la mañana y dos por la tarde hasta agotarlo, con el mismo frenesí que teníamos a los veinte. Es una continuidad acotada a ciertos acontecimientos y determinadas búsquedas. Estamos parados en mitad del camino, desde aquí puede verse el inicio y también el final del recorrido, no somos los mismos, nos hemos deshecho y transformado en otros al menos una vez o dos. La música y la literatura nos acompañan en el recorrido, envolviendo las épocas, representando búsquedas, sueños, utopías, estéticas, encuentros, pensamientos y preguntas. El paso del tiempo deja obras en pie y sepulta otras, algunas canciones, ciertos temas, determinados autores permanecen, tantos otros quedan olvidados. Vamos al encuentro del autor desconocido como si abrir el libro fuera un suceso, volvemos sobre las páginas viejas de aquello ya leído sabiendo que lo encontraremos cambiado. Una vez más damos vuelta la página y estamos ante la siguiente en blanco.

El atajo es el camino que ya conocemos, el que nos lleva al encuentro del amigo, a la mesa del bar, a la casa familiar, el atajo es ese sendero tan incorporado que podemos recorrer a oscuras o dormidos, esos pasos que van solos hacia el lugar donde ya hemos estado confortables y felices y el atajo es también esa calle escondida, ese pasaje secreto por el que no hemos transitado nunca y que ignoramos a dónde conduce y cuando corremos las ramas que nadie poda y pisamos entre los cardos, sentimos ese vuelco de emoción por entrar en un lugar inexplorado.

 

Andrea Álvarez Mujica

 

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Irene Kleiner: Como un héroe

En este cuento Irene Kleiner nos presenta a Martín, un joven soldado, un muchacho ingenuo que se toma las cosas con calma y tiene planes simples. Pero la guerra nunca trae calma ni simpleza. Y mientras él realiza sus pequeños actos cotidianos, cargados de sentido, hablar con compañeros, guardar una carta, besar a la novia, caminar por las calles, la nube del horror se proyecta inexorable.

Como un héroe, incluido en el libro Todos los mundos, ninguno (Hormigas Negras, 2019), suma una historia fresca y precisa, a la consolidada subcategoría de narrativa sobre Malvinas.

por Irene Kleiner

A Marcelo López

 

—Estás pensando en ir a ver a tu noviecita.

—No es mi novia Regueiro.

—En el polvo que te vas a echar.

Martín hizo como si no lo hubiera escuchado o como si no le hablara a él.

—Dale ¿me vas a decir que no querés cogértela una vez más antes de subirte al buque? —insistió Regueiro.

—Pensá lo que quieras —dijo Martín.

—No te enojés —dijo Regueiro y le tocó la cabeza.

Martín no se movió, esperó a que Regueiro y el Tucu salieran y recién ahí salió del pabellón. No estaba enojado, pero Regueiro lograba ponerlo nervioso; parecía que le adivinaba los pensamientos, como si pudiera dejarlo en evidencia en cualquier momento, delante de todos.

Caminó detrás de ellos, manteniendo unos metros de distancia. Los veía marchar sincronizados, dos pies cayendo al mismo tiempo y luego los otros dos, el golpe seco, como siguiendo el ritmo de un tambor. Qué locura, pensó. Hacía frío y la niebla le impedía ver mucho más allá. El aire olía a pasto húmedo. Tuvo suerte de que el camión lo llevara ahí y no más al sur, como había dicho el Rafa. Pobre Rafa. Estaba peor que él el día del sorteo; el día que se le apareció en la casa a decirle que se tenía que ir, que había escuchado que lo de Chile volvía a estallar en cualquier momento, que se comprara un pasaje, se fuera a la mierda y se dejara de joder. Hasta plata y refugio con sus parientes de Europa, le había ofrecido. A lo mejor el loco se había ido a vivir a un pueblito de Italia, por miedo de que convocaran a los de la reserva y por eso no lo había encontrado las veces que lo llamó. Hubiera querido hablar con él, decirle que no se preocupara por lo del traslado, que eran tareas de apoyo, que se quedara tranquilo.

Cuando se despertó, el tren ya estaba cerca de Constitución.

En la Capital también se respiraba un clima de festejo: el celeste y blanco se agitaba en los balcones, las ventanas. La gente los miraba y les sonreía, como si los conociera. Una señora los corrió unos metros, le dio al Tucu un paquete con facturas, otra abrazó a Regueiro y como no tenía nada para darle, sacó unos billetes arrugados y se los metió en un bolsillo. Era como si de golpe se hubieran convertido en personajes famosos, de esos que, aunque quieran, no pueden pasar inadvertidos. Martín sonreía, con una sensación rara, como si usurpara la identidad de un desconocido. Si me viera el Rafa, pensó, mientras agarraba una flor que le regalaba una chica.

Al llegar al bar, les hizo prometer a Regueiro y al Tucu que en un rato se irían y lo dejarían solo; con ellos terminaba haciendo cosas que no quería, por no quedarse atrás, como lo de la última vez y esa mentira que a Tatiana no le había causado ninguna gracia. Pero él no era así, y ahora tenía miedo de haberla decepcionado y de haber arruinado las cosas.

El dueño del bar se acercó, dijo que lo llenaba de orgullo recibirlos y les estrechó la mano. Martín se habría reído ante la solemnidad, si no hubiera sido, porque sabía que, detrás de esa solemnidad vendría la comida. Entonces, bajó la vista para no seguir viendo la cara de Regueiro a punto de largar la carcajada y siguió al Tucu hasta la mesa que les señalaba el viejo.

Al principio no la vio, pero después la descubrió detrás de la máquina de café. Tatiana se secó las manos en el delantal y se acercó a la mesa.

—Se escapó para venir a verte —le dijo Regueiro. Martín lo miró serio.

Ella se puso colorada. Se había cortado el flequillo bien cortito y eso le daba un aire más infantil. Parecía incómoda.

—¿Ya eligieron? —preguntó, todavía colorada.

—Es medio mentiroso pero buen chico —dijo Regueiro y le palmeó la espalda a Martín.

—No hace falta que hables todo el tiempo, Regueiro —le dijo. Y le sacó la mano del hombro.

Ella sonrió, como si le hubiera gustado escuchar eso. Se fue y volvió con una picada que el viejo les había preparado especialmente. Martín no podía dejar de mirarla, mientras ella iba y venía con las bandejas. Tenía que encontrar el momento de disculparse por lo de la última vez. Pero lo había frenado a Regueiro, ya era algo. El Tucu hojeaba el diario, la parte de espectáculos, buscaba las primeras funciones de algún cine de los nuevos, con butacas mullidas. Cuando encontraba alguna película consultaba con Regueiro, quien, por supuesto, opinaba de directores y actores como si fuera un especialista. La voz de Regueiro, como un zumbido. Martín miró el reloj, no veía la hora de que se fueran. Por suerte el Tucu acababa de decir que si se apuraban llegaban a ver una de Stallone.

Los vio cruzar la calle y cuando los perdió de vista se levantó y se acercó a donde estaba Tatiana.

—¿Estás enojada? —le preguntó.

Ella siguió doblando unas servilletas y no dijo nada.

—Fue una boludez lo del otro día, y si estás enojada te entiendo.

—Enojada no, pero ¿para qué inventar algo así?

—Tenés razón. Ni siquiera sé por qué le seguí el juego a Regueiro. No quiero que pienses mal.

—No pienso nada, solo que no entiendo.

—Es que no hay nada que entender. Fue una boludez.

—Te quiso hacer quedar mal.

—¿Regueiro?

—Sí, a propósito, mal conmigo.

—No, él es así. Dejame ayudarte —dijo Martín y estiró la mano hacia la pila de servilletas.

Estaba sorprendido. Tatiana había sido rápida para captar algo que a él le había llevado bastante tiempo. Por suerte no estaba enojada. Y parecía haberse alegrado de que él hubiera vuelto, como si todos esos días lo hubiera estado esperando. Ya no estaba avergonzado. Con ella se sentía bien, sin la necesidad de aparentar algo que no era.

Cuando salieron miró la ventana del cuarto de Tatiana, arriba del bar. Estuvo a punto de decir algo, pero si se precipitaba iba a arruinarlo todo. Caminaron sin rumbo, dando vueltas por el barrio. Llegaron a la plaza, se sentaron en un banco; unos chicos saltaban sobre un colchón de hojas secas, otros, más allá, jugaban a la pelota. En eso, la pelota cayó cerca. Martín se paró y la pateó con fuerza, con tanta puntería que la clavó en el ángulo. Los chicos aplaudieron. Él volvió a sentarse y se sacudió la tierra del pantalón del uniforme.

—¿Ves? No hace falta que inventes nada para impresionarme —dijo Tatiana.

—Menos mal —dijo él y la abrazó.

—Es tan simple.

—¿Qué cosa?

—Dejarse llevar por los sentimientos.

Empezó a lloviznar, y ella dijo que mejor fueran a su cuarto, que podía preparar algo caliente. Eso dijo y él sintió que el corazón se le aceleraba sin freno.

En cuanto entraron la besó y la apretó contra su cuerpo. Quiso desabrocharle la blusa pero ella lo detuvo, le apartó la mano y le dijo que no, que esta vez no quería. Él se quedó quieto, no esperaba esa reacción. Había sido ella la que las otras veces había tomado la iniciativa y lo había llevado a cruzar ese umbral temido para él; ella lo había guiado y había logrado que se sintiera completamente otro. Estaba confundido, quizás realmente las mujeres eran un misterio o quizás Regueiro tenía razón y él lo único que quería era coger antes de embarcarse. Pero le costaba creer eso, Tatiana era especial, y le importaba de verdad.

—¿Seguro no estás enojada? —le preguntó.

—No, no es eso.

—¿Y entonces? ¿Qué pasa?

—Ahora va a ser más tiempo y no me vas a poder llamar.

—Serán dos o tres semanas, no más. A lo sumo un mes, eso nos dijeron, todos en el Batallón lo dicen, en un mes termina todo.

—¿Llamaste a tus viejos?

—¿Para qué?

—No sé, para contarles, para hablar con ellos.

—Les escribí. Las cartas salen mañana, para cuando la lean, ya voy a estar volviendo.

—Entonces no saben.

—Mejor así. Mi vieja por teléfono, lo único que hace es llorar.

—Pobre, hay que entenderla.

—Y mi viejo no es de hablar.

—Encima está sola.

—¿Vos también te vas a poner así? Ya te expliqué, no vamos a las islas.

—Perdoname —dijo ella.

—No pasa nada, va a estar todo bien.

A lo mejor Tatiana tenía razón, qué le costaba hablar con su madre, no era para tanto, a veces exageraba y terminaba enojándose o juzgándola, igual que su padre, no quería ser como él. Después de todo, cada uno tenía derecho a vivir las cosas a su manera.

Y fue ahí que ella lo abrazó y comenzó a besarlo. Él la dejó seguir. Cayeron en la cama, se hundieron en el colchón; él la sintió pequeña y frágil bajo su cuerpo: apenas se movía. Podía seguir sujetándola si quería, tomarla de los hombros sin que pudiera zafarse, hasta con un solo brazo podía hacerlo, era tan pequeña. Él, con todo su ímpetu entrando en ella. Dominaba la situación, y si quería, podía lastimar. Sintió miedo. Buscó sus ojos pero ella los mantenía cerrados. Finalmente se dejó caer, rendido. Ella lo cubrió con la manta y le acarició la espalda. Se quedaron un rato así, en silencio. Después ella se levantó y fue a la cocina.

Él acomodó los almohadones contra el respaldo y se sentó. Miró el reloj. Qué rápido podía pasar el tiempo. Era eso, solo cuestión de tiempo y seguir como hasta ahora, haciendo las cosas bien. No podía quejarse, y menos ahora, todo el día sirviendo café o cebando mate a los superiores. Además, si lo del buque era como decían todos, en unas semanas Tatiana lo recibiría como un héroe, un héroe de guerra y sin disparar ni un tiro. Aunque ahora eso ya no le importaba, solo quería volver, volver y demostrarle que podía hacerla feliz.

Tatiana trajo el café. Él se arrinconó contra la pared para hacerle más lugar. Ella se sentó a su lado, dejó la taza a un costado y se puso a hacer garabatos en un papel.

—Te voy a regalar un dibujo —le dijo. Este es el buque, así, la bandera, todo. ¿Cómo me dijiste que se llama?

—Crucero General Belgrano.

Ella siguió dibujando.

—Y este sos vos —dijo y le mostró el dibujo. Acá el sol.

—¿Estoy yo solo?

—Bueno, no puedo dibujar a todos, y vos sos el que me importa. Acá falta algo… —dijo ella, se quedó pensando y dibujó una hilera de corazones.

—¿Y eso?

—Nubes —dijo ella y se rio.

Él agarró el dibujo y lo dobló varias veces.

—Lo voy a llevar conmigo —dijo él.

—No te creo.

—De verdad.

Afuera, estaba oscureciendo. El viento sacudía la persiana contra el vidrio. Martín terminó el café y se levantó.

—Me tengo que ir —dijo.

Tatiana también se vistió y bajaron juntos. Se despidieron en la puerta, ella le pidió que la llamara en cuanto pudiera, él prometió hacerlo. La besó y caminó con la certeza de que ella seguía ahí parada, mirándolo. Le agradó sentir eso, un manto tibio en su espalda mientras él se alejaba. Al llegar a la esquina miró hacia atrás por última vez, ella agitó su mano y entró. En unas semanas, a lo sumo un mes, pensó Martín. Como un héroe. Y caminó hasta la estación.

 

 

 

 

 

 

 

 

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Las chicas malas no transpiran

Este cuento de Laura Cukierman trata sobre la asfixia emocional que atraviesa la protagonista, atrapada en una relación que ya debería haber terminado y cuya continuación se le impone con una serie de ritos y simulacros que intentan ocultar la verdad: el amor terminó.

En estos días de aislamiento y tedio, la literatura hace un aporte favorable. Ante la soledad y el encierro, leer es una opción estimulante.

 

Por Laura Cukierman

 

 

¿Cuándo vamos a llegar? ¿Cuándo va a terminar este viaje? ¿En qué momento la ruta Montevideo-La Paloma se convirtió en la ruta más larga del mundo? Siempre fue la más fea pero nunca me había dado cuenta de lo larga que podía ser. Es una ruta infinita. Y yo necesito llegar a La Paloma lo antes posible. No es que sea el lugar más lindo del mundo, precisamente, pero ahí, en La Paloma tengo un plan.

Y él va lento, lentísimo. Como si lo supiera todo. Siempre hace lo mismo. Siempre sabe todo. No sé cómo hace. No sube de los ochenta kilómetros ni baja el aire acondicionado. No hace calor en este auto pero él insiste en congelarnos. En congelarnos y en no acelerar. Odia que yo no transpire. Le parece que hay algo extraño en que yo no sufra el calor. No puede entender que sufro pero no lo manifiesto. Tengo calor pero no transpiro; son cosas distintas. A él le cuesta ver las diferencias a veces.  “Las chicas malas no transpiran”, me dice de la bronca que tiene cuando está bañado en sudor con solo veinte grados. Y a mí no me importa. Buena o mala, la paso mejor que él en el verano.

Ya paramos cinco veces: el baño, agua para el mate, estirar las piernas, casi atropellar a un perro. Necesito que lleguemos rápido a La Paloma. Ahí quiero anunciarle el fin de todo. Se acabó, no va más. Se terminó para siempre esta pareja o lo que quedaba de ella. No hay que superar ninguna crisis. Es el fin del fin. No es necesario estirar las rupturas, no le hace bien a nadie. Si estamos a favor de la eutanasia es porque sabemos que no tiene ningún sentido la agonía. La caída libre siempre tiene que ser rápida; si no solo hay puro sufrimiento. Y yo soy mitad judía, solo por parte de padre, con lo cual no necesito altas dosis de sufrimiento para vivir. Con lo mínimo me alcanza. Y vos subiste esa frase en Facebook que no dice nada pero quizás ahora te pueda servir: “El dolor es inevitable, el sufrimiento es opcional«.

Bueno, yo opcionalmente elijo llegar a La Paloma para dar por terminada esta pareja. Ese es el lugar ideal para dejarlo: es tranquilo, familiar, contenedor y ameno. Qué fea palabra ameno, ¿no? Pero La Paloma es un lugar ameno. En realidad, él es ameno. Necesito llegar al lugar ameno para dejar al hombre ameno. Combinación perfecta para un plan perfecto.

Sí, tengo un plan. Aunque no suene muy agradable es así. Tengo un plan desde hace tres meses y medio exactamente. No me gusta prolongar las rupturas y mucho menos me gusta ser desprolija. Todos planeamos cómo dejar a alguien, ¿no? ¿Quién lo hace de forma espontánea? Espontáneamente uno estornuda, el resto es pura planificación. Sin un plan uno se mueve de manera torpe, sin control, desordenadamente. Y dejar a alguien exige tener un orden. No es nada fácil.

Hay un momento preciso y exacto para anunciarle al otro que uno se retira de su vida, que le arranca su presencia para siempre, que lo despoja de su alma por completo. Hay un instante justo, no puede ni ser antes ni después. Se trata de ser oportuna, cuidadosa, utilizar las palabras adecuadas, no generar incertidumbres, gesticular poco, hablar con calma, no dar muchas explicaciones pero responder cada pregunta del otro como si fuera un interrogatorio. Estar listo para contener un poco pero no tanto como para dar demasiada información. Ser distante y fría pero no mucho como para convertirse en una mala persona. Eso no. Hay que ser delicada, por sobre todas las cosas pero no necesariamente mala. No siempre, por lo menos. Eso es lo que estoy intentado ser. Para eso debo llegar a La Paloma lo antes posible. Pero él no se apura. Y sigue con el aire acondicionado.

—No, no quiero mate, gracias.

¿Cómo se le ocurre que voy a querer compartir una bombilla cuando quiero dejar de compartir mi vida con él lo antes posible? Hay que ser prolijos, siempre. En realidad, para ser muy prolijos de verdad, yo debería estar cebándote mate como un buen copiloto. Pero nunca lo fui, me quedo dormida en todos los autos. Y hago unos mates espantosos. De todas formas, comprarte este kit de plástico para cebarte vos y reemplazar mi presencia fue una de tus peores decisiones. Casi tan mala como la del verano pasado cuando quisiste que fuéramos al sur en auto. Qué necesidad, ¿no? Te molesta que me duerma cuando vos manejas y sabés que lo hago sistemáticamente, pero vos seguís insistiendo para que eso no suceda. Supones que cuantos más viajes en auto hagamos a mí se me pasarán las ganas de dormir como si fuera una especie de enfermedad curable. Hay un momento en el cual uno debe abandonar al pensamiento mágico, mi querido. Las cosas no suceden porque uno quiere que sucedan, las cosas son como son. Algo así me dijiste cuando nos conocimos, que no quiere decir mucho pero sonaba lindo en ese momento. Ojalá suene lindo todo lo que tengo para decirte. Lindo y armonioso. No me gusta usar tantas frases hechas o vacías de contenido. Pero volvamos a las vacaciones en el sur. Vos sabías que yo detestaba el sur porque donde hay verano para mi debe hacer calor y en el sur de este país hace frío y vos insististe en tener frío en verano y yo finalmente acepté. Para completar la idea, se te ocurrió sumar a Sebastián y Florencia que estaban en plena crisis terminal. Fue muy reconfortante veranear siendo testigos del hundimiento de una pareja. Muy convocante para nosotros que comenzábamos nuestro final sin saberlo. Mucho más atractivo fue escucharte aleccionarme y advertirme sobre todo lo que nos podía ocurrir si teníamos un hijo, como Sebastián y Florencia. Porque vos ya habías decretado que la culpa de la separación de nuestros amigos era del niño insoportable que corría y gritaba desesperadamente durante todo el día mientras era ignorado por cuatro adultos que a su vez se ignoraban entre sí. Un verano encantador repleto de montañas absurdas, separaciones y frio. Lo mejor fue cuando quisiste convencerme con la teoría sociológica de los gustos. Según tus propias palabras yo era incapaz de disfrutar realmente de aquellas vacaciones porque no cambiaba mis gustos ni mis deseos. Mi odio eterno por las montañas debía ser superado si quería recuperar algo de la felicidad perdida. Bueno, ahora cambié algunos gustos finalmente. Vos, por ejemplo, no me gustás más.

¿Qué pasa si te lo digo así directamente? ¿Qué pasa si mi prolijidad además incluye una alta dosis de verdad?  “No quiero vivir más con vos porque no soporto tu presencia. Ni siquiera aguanto cuando respirás. Me provoca un profundo rechazo tu alergia matinal y nunca pero nunca me gustó tu mano en la nuca cuando caminábamos”. Algo así. Palabras más, palabras menos. Sería perfecto. Prolijidad absoluta sin dar vueltas; ni introducciones mentirosas ni gestos tramposos. Cuando te diga todo esto no quiero que me agarres las manos. ¿Está claro? El gesto de las manos es condescendiente. Tampoco quiero que inclines tu espalda hacia atrás y bufes. El “uf” en un adulto queda espantoso. Dejáselo al hijo que nunca vamos a tener juntos.

Siempre es difícil dejar a alguien. La culpa, el miedo, el desamparo, la soledad. ¿Las vacas esas tendrán el mismo problema? ¿Y cuándo aquel toro se enamoró de la luna? ¿Cómo habrá abandonado a su compañera vaca? ¿Le habrá costado mucho? ¿La vaca habrá sufrido?

Yo tomé esta decisión, con mucho dolor y terapia mediante, hace tres meses y medio exactamente. Ahí decidí que quería dejarlo y que debía hacerlo de la mejor forma posible. Y así fue cómo lo planeé y llegué hasta acá, camino a La Paloma. Hace tres meses y medio exactamente, decidí dejarte bien dejado. O sea, dejarte de manera tal que nunca en la vida te olvides de este momento. De mí podés olvidarte, si querés, pero no de la sensación de haber sido abandonado. Quiero dejarte herido, solo, que sufras, que te acompañe por el resto de tu vida el miedo de que alguien vuelva a dejarte. ¿Está muy mal eso? Yo creo que no. Es que, si te dejo de manera convencional, diciéndote que se acabó el amor, que la relación está muerta, que no es culpa de nadie, que en definitiva nada dura para siempre y frases por estilo, ¿cuál habrá sido entonces el sentido de esta pareja en nuestras vidas? Solo seremos dos personas más que fracasaron.

En cambio, si uno de los dos sufre como nadie jamás haya sufrido en la vida, sintiendo tanto dolor en su corazón y en su cuerpo, temiendo caer en la locura, engordando mal o adelgazando hasta extremos Auschwitz, según su metabolismo, con ataques de pánicos permanentes, incluso pensando seriamente en la posibilidad de quitarse la vida, eso sí, eso justifica haber estado juntos tanto tiempo.

El tema, como a todo, es ver para qué lado cae la moneda, a quién le toca cargar con toda esa angustia. Y eso le toca siempre al dejado. En este caso a vos. Lo siento, el azar funciona así. Nadie lo puede manejar. Vos siempre fuiste un fanático del azar. Acá lo tenés. Todo tuyo. Hacé con él lo que puedas. Con el azar y con esta separación. La casa de Bella Vista la vendemos. Este maldito y lento auto es todo tuyo. La colección de cds y los libros los repartimos por igual. Las historietas te las regalo. Bueno, son tuyas después de todo.

—No, no quiero bajar los pies del asiento. ¿Qué te molesta?

—Se arruina el auto.

—Pero yo estoy más cómoda

—Se arruina igual.

Y ahora silba. No aguanto el ruido que hace con la boca. ¿Cómo va a silbar en un momento así? ¿Estoy a horas de dejarte y silbás? Increíble. Siempre silba cuando está nervioso. Silba cuando suena el teléfono y no lo quiere atender. Y ahora además adquirió la bella costumbre de silbar cuando terminamos de tener sexo. Increíble. A mí me molesta mucho la gente que silba, la desprecio. Una vez alguien me dijo que los judíos no podíamos silbar. ¿Por qué lo hacés entonces si vos sos judío por parte de madre y de padre?

—¿Quién canta?

—Leonard Cohen. Ese el último disco antes de morir.

—Buen gusto. ¿Quién te lo regalo?

—Mi amante.

—Tiene bueno gusto tu amante.

Obvio que tiene buen gusto y ya lo sabés. Federico siempre lo tuvo. Él te enseñó todo lo que hoy sabés de música, él te dio tu primer trabajo y él te quitó a tu mujer. Eso es buen gusto, ¿no?

No entiendo cómo no podés acelerar. Tampoco entiendo cómo no pudiste ver nada de lo que estaba pasando. ¿O lo viste? Me gusta pensar que sos un psicópata que también tiene un plan para después de descubrir que su mujer lo engaña con su mejor amigo de toda la vida, con su socio, con su otra cara de la misma moneda.  En ese caso, seríamos dos a punto de cumplir un plan elaborado detalladamente. Pero creo que no es tu caso.

¿Se puede vivir con alguien desde hace siete años y no darse cuenta de que te está engañando?  Yo creo que no. Pero el que lo sabe todo siempre fuiste vos. ¿Se puede? Quizá leíste algún mensaje de texto en el celular que dejo desbloqueado todas las noches sobre mi mesa de luz. Quizá te metiste en mi computadora que está siempre abierta desde hace tres meses y medio. Quizá te diste cuenta en Año Nuevo cuando desaparecí durante dos horas con Federico y te dije que estábamos ordenando la biblioteca del fondo. ¿Ordenando una biblioteca un 31 de diciembre a la noche? A vos no te pareció ridícula semejante respuesta. Solamente me hiciste una mueca gentil para que me sentara a tu lado mientras tu papá nos preguntaba cuándo íbamos a tener un hijo. Y vos no sabías qué responder, entonces silbaste. Me agarraste de las manos, mientras yo no sonreía, inventando una hipótesis absurda sobre la necesidad que tenían los demás de vernos con hijos. Después te levantaste de la mesa inquieto, como siempre que tu papá te pregunta algo, y me dejaste con él a solas para que dijera cualquier cosa. Y yo no le dije nada, solo me quedé pensado que quizá sí iba a tener un hijo. Y que quizá no fuera tuyo.

¿Otra vez paramos? Ahora el parabrisas. ¿Qué te pasa? ¿No te das cuenta que está limpio? ¿Por qué no usas anteojos en lugar de limpiar donde no hay suciedad? Ya no debe faltar mucho para llegar a La Paloma.

—Cuando lleguemos, vamos a cenar en Amarras, ¿querés?

—Sí, claro. Es mi lugar favorito.

—Por eso lo digo. Algo te conozco, ¿no?

Siempre tenés que terminar decidiendo a dónde vamos a comer pero con la condescendencia de hacerme creer que yo decido. Ya sé que es mi lugar favorito pero sos vos quien decide que vayamos ahí hoy. Entonces acabás de elegir el lugar en el cual yo te voy a dejar. Bueno, no importa, puede ser incluso un buen detalle de mi parte. En tus recuerdos siempre estará la imagen de un lindo restaurante. Suena lindo: “En Amarras, con cuidado, una noche de verano te dejé”.

En Amarras, con cuidado, una noche te conté que mañana tu casa será vaciada por un flete porque yo me estaré mudando con Federico, con quien estamos juntos desde hace ocho meses y desde hace dos que tengo un atraso, justo uno desde que dejamos de tener sexo vos y yo. Está bien que vayamos a Amarras. El lugar es importante cuando uno va a dejar a alguien.  No había pensado eso. Vos sí. Siempre pensás en todo.

Bueno esta vez yo también pensé. Este año decidí no reservar la cabaña de siempre. Preferí el hotel que está en frente de la playa. El viejo. Ahí fuimos hace más de siete años cuando apenas nos conocíamos y vos dudabas de todo por no sé qué crisis existencial que tenías y a mí eso me había conmovido tanto. Ahora ya no dudás. A ese hotel quiero que vuelvas después de haberte abandonado. Ahí vas a encontrarte nuevamente con tu crisis. Ahí vas a llorar como aquella vez. Ahí no me vas a tener a tu lado nunca más. Tendrás en esa cama los primeros síntomas de que todo tu mundo ha comenzado a derrumbarse. No vas a poder dormir en toda la noche y vas a repasar obsesivamente en tu cabeza en busca de alguna señal que no llegaste a ver. ¿De verdad no viste nada? ¿De verdad vos pudiste no ver?

Después vas a tomar la primera pastilla de Rivotril que no te hará ningún efecto. Y seguirás llorando. Vas a tomar la segunda y vas a llamar a tu amigo Martín para que te consuele, olvidándote que él no puede con su propia vida y menos va a poder decirte algo que te ayude un poco, aunque sea un poco. Vas a vomitar porque se te va a revolver el estómago con la cantidad de cigarrillos que vas a fumar en unas horas. Qué pena, cinco años sin fumar para terminar tirado en una cama de un hotel de La Paloma consumiendo un atado tras otro mientras intentás consolarte con tu mamá que una vez más te va a decir que vos lo arruinaste todo. Intentarás comunicarte con tu psiquiatra sin darte cuenta de que, además de estar de vacaciones, nunca te iba a atender de madrugada. Los ataques de pánico supuestamente quedaron atrás. ¿O no?  Y otra vez a dudar de todo. Si tu mujer pudo engañarte con tu mejor amigo, ahora todo te puede suceder. Si tu mejor amigo te traicionó de esta manera y no supiste verlo, ahora cualquiera podrá lastimarte. Así funciona el dolor. Así funciona la angustia. Y esto recién empieza. Y la noche será eterna. Y no pararás de llorar.

A la hora en que vos estés llorando desesperadamente saldrá mi avión de Montevideo rumbo a Buenos Aires. Eso será a las 4 am. Tres horas de cena. Hora y media para contarte todo. Media hora en la que no me creerás nada. Otra media en la que solo querrás pegarme y convencerme de no dejarte y quince minutos en los cuales hablaremos simultáneamente sin escucharnos. Otros quince, los dedicaremos a llorar. Vos más que yo. Tu falta de inteligencia motriz tirará dos copas al piso y una botella que no llegará a romperse. Mi rímel barato teñirá media mejilla de negro. El momento más dramático será responderte a la ridícula pregunta “¿hay otro?” y hacer el mayor esfuerzo por no burlarme en tu cara cuando escuches mi respuesta.  El tenso y silencioso instante de la despedida será abruptamente terminado por un “no te quiero más, superarlo” y el insulto “sos una mierda” me alcanzará para subir de un golpe al taxi que pasará puntualmente por la puerta del restaurante para llevarme al aeropuerto.

Reservé mi asiento en el avión del lado de pasillo por las náuseas. Las tengo todo el tiempo desde hace tres meses y medio. Puedo controlarlas. Como ahora. Náuseas que contengo y cierro los ojos para que pienses que duermo como siempre.

 

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El puente que cruje sobre un río de aguas peligrosas

En la presentación de  Amor no Roma mi amor (reciente libro de poemas y rarezas de Pablo Ramos, publicado por Hormigas Negras en la colección Aullido), Irene Kleiner, autora de Todos los mundos, ninguno, leyó un texto íntimo y reflexivo, que indaga en los misterios de la escritura.

 

Palabras para mi maestro 

Siempre supe que iba a escribir sobre ese primer día en que llegué a la casa de Pablo Ramos; mi primer día de taller. Estaba nerviosa, claro, yo apenas me asomaba a la posibilidad de escribir; estaba dando más que primerísimos pasos  y no tenía la ventaja de la juventud que todo promete, a la que se le pueden perdonar las tonterías. No tenía idea de cómo había surgido en mí ese deseo, hoy puedo nombrarlo así, pero en ese momento ni siquiera lo percibía como tal, es más, creo que había hecho lo posible por no enterarme de su latido silencioso.

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Había conocido a Pablo casi de casualidad, en una charla sobre El origen de la tristeza. Hoy no me acuerdo casi nada de lo que habló ese día, lo que sí recuerdo fue su posición, el lugar desde donde dijo lo que nos dijo. Honestidad pura: sus miedos, sus fracasos, sus fantasmas, pero no los pasados, porque cualquiera habla de esas debilidades que gracias a vaya a saber qué, pudo dejar atrás. No, el escritor Pablo Ramos, a quien admirábamos los que habíamos leído su libro, el editado, el que había obtenido premios, no tenía respuestas, no quería explicarnos nada; tan solo venía a mostrarnos las mordeduras de sus perros rabiosos, como él las llama. Esa tarde se abrió ante nosotros en su enorme humanidad.

Vuelvo entonces a mi primer día, frente a la puerta de una casa antigua de La Paternal. Era casi diciembre, y yo le había escrito un mail diciéndole que quería empezar a asistir a su taller. ¿Qué era lo que yo suponía? Que me iba a decir que me esperaba al regreso de las vacaciones, que empezábamos después del verano, o algo parecido. “Vení el jueves” me contestó. En ese primer gesto, en algo tan simple que podía parecer un detalle, yo acusé el impacto: “no estamos en el colegio, ni en la Facultad, querida, esto no es la formalidad de un calendario académico, esto es otra cosa, si querés escribir, si sentís el ronroneo zumbándote en la cabeza o en alguna otra parte del cuerpo, ¿de qué vacaciones me hablás? ¿A quién le importa en qué mes estamos?” Eso que nadie pronunció significó para mí darme cuenta de que estaba entrando a algo diferente a lo que estaba acostumbrada, a cómo yo pensaba las cosas, tan ordenadas, organizadas, con planes ciertos.

Cuando se abrió la puerta, Ramos no estaba, todavía no había vuelto del gimnasio (en esa época iba al gimnasio). Me recibieron sus alumnos que iban y venían por todos lados como si fueran los dueños de casa, me hicieron pasar, y ahí se abrió un escenario que por supuesto no era el que imaginaba, aunque no sé si imaginaba algo, pero lo cierto es que pasé a un living abarrotado de cosas, un colchón en el piso, comida, no recuerdo si en esa época había perros, creo que sí, pero ahí ya se me mezcla con la casa de ahora en la que siempre hay perros y algún gato que deja un alumno y nunca más viene a buscar;  esa casa en la que, de solo entrar, uno siente que ingresó a un lugar sagrado donde se respira literatura. Lo que sí recuerdo es que se entreabrió una puerta en ese ir y venir de los alumnos, una puerta que ya no existe, porque Pablo reformó su casa, y pude ver a una chica con el torso desnudo, de espaldas, a quien otra chica (que me dijeron, era la novia de Pablo), le estaba haciendo masajes. Todo era lo más natural para todos. “Ya estoy acá, pensaba”, con esa sensación de ser la nueva, la chica que tuvo que cambiar de colegio en séptimo grado; no sabía dónde parame o sentarme. Alguien me convidó un mate.

Cuando llegó Pablo nos acomodamos en el patio; me hizo presentar y me explicó cómo funcionaba el taller: reglas muy claras, imprescindibles para que funcione lo que yo llamo “el método Ramos”, no sé si él habló de método,  pero yo les aseguro que lo tiene, y que sus resultados son sorprendentes, claro que para eso no es solo cuestión de método, hay que abandonar unos pedazos de tierra firme y estar dispuesto a hundirse en aguas profundas, aun sin saber nadar.

En esa casa, que terminé queriendo, con sus cosas tiradas, los platos apilados en la pileta de la cocina, o sin gas porque ya no se podía pagar, pero siempre con un calefactor eléctrico que Pablo ponía cerquita de las que somos friolentas, aprendí que hay ciertos desórdenes y caos necesarios, que eso no se contrapone a lo serio, a lo riguroso ni a la precisión. En eso Ramos es inflexible, te lleva a lo máximo de tus posibilidades, a lo mejor que podés dar; a que escribas lo que tenés que escribir, eso que uno a veces desconoce de uno mismo y él, con una capacidad increíble, escucha más allá de tus palabras.  Siempre le digo que sería un gran psicoanalista, porque sabe leer en todas las líneas del pentagrama de lo que uno dice. Sus devoluciones, las correcciones de Ramos, no terminan en el texto de la hoja A4 que todos llevamos impresa, él escuchó desde lo primero que dijiste cuando llegaste, lo que le contaste que te pasó con una amiga o con tu hijo, o una anécdota al pasar, todo forma parte de todo porque la literatura no está separada de nuestras vidas y en eso, Pablo Ramos es una de las personas más coherentes y sinceras que conozco.

Tal vez por eso, algunos no pueden atravesar ese puente inestable que cruje sobre un río de aguas peligrosas, porque contra cualquier estética, él propone y sostiene una ética.

El libro que hoy celebramos, es una clara puesta en acto de esa honestidad; de una verdad que a veces es descarnada, pero a la que Ramos no le teme. Porque Pablo Ramos no mide,  se desnuda y lo hace con el pudor de su dignidad moral, porque es aceptando lo más oscuro que nos habita que se hace posible una escritura verdadera, esa que él derrama tan visceral como poética.

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Encontré en los diarios de Abelardo Castillo unas palabras que bien podrían ser de Ramos: “No he venido al mundo para salvar a nadie, ni siquiera a mí mismo. Lo único que puedo hacer es buscar implacablemente una verdad que a veces vislumbro. Eso sí acaso le sirva a alguno”. Vaya si nos ha servido a tantos, querido Pablo; en lo que a mí respecta, el agradecimiento es infinito.

 

Irene Kleiner

Avellaneda

9/12/19

 

 

 

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Andrés Calamaro: «Poemas escritos como se improvisa el jazz»

 

La colección Aullido de Hormigas Negras suma un nuevo título a su catálogo:Amor no Roma mi amor, de Pablo Ramos. Un libro de poemas, diarios y ensayos.

Andrés Calamaro, en medio de la monumental gira de presentación de su último disco Cargar la suerte,  leyó el libro en proceso y le dedicó este inspirado texto.

 

Pablo como racimo de volcanes…

Diarios de Ramos y poemas escritos como se improvisa el jazz.

A patadas, con sinceridad y sin engañar a nadie.

Empujando el realismo sucio, el de los orines y las teclas cansadas de una máquina de escribir.

Si Pablo escribe con un lapicero, este debería hundirse en el papel hasta romperlo.

Versos escritos en la silla eléctrica.

Suicida que ama la insoportable vida y se suicida de a poco.

Para suicidarse varias veces, algo que quizás explica la existencia de la poesía.

Ramos de subsuelos siempre.

El amor y el pus del amor.

Con el rabo entre las piernas y llorando con Alejandro Lerner.

Carga con el insobornable peso de su propia vida.

Y se rompe frente al toro.

Todo Pablo es un mismo poema y una misma novela.

Solo sabe escribir otra vez lo mismo, pero nunca igual dos veces.

Quizás eso es escribir, como eso es cantar.

Dos veces en la misma red sin red.

No existe sensibilidad si no es una herida infectada.

Somos infames y nadie nos compraría un coche usado.

Amor a Roma. Diría Charlie Feilling.

Que se emborracha de ginebra y con Pablo. Todavía.

Amor o Roma, se preguntan mientras cruzan el Rubicón.

Los romanos imperiales y los palíndromos cordobeses.

En la cicuta del poeta, todos los días son el último día.

Si me dieran a elegir…

Andrés Calamaro

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María Ripetta entrevistó a Laura Cukierman para BAE

En la nota publicada en el suplemento cultural del diario BAE Negocios del 22 de febrero de 2019, María Ripetta indagó en las posibles fuentes autobiográficas que inspiraron los cuentos de Las chicas malas no transpiran, primer libro de Laura Cukierman, recientemente editado por nuestro sello. Otros tópicos de la literatura fueron abordados en la interesante entrevista: el mundo interior de los personajes, los finales abiertos y los ritos ante la página en blanco.

Reproducimos un fragmento de la entrevista:

por María Ripetta

–En muchos de los cuentos se narra lo que la protagonista está pensando

–Cuando leo me interesa mucho leer y escuchar los procesos mentales de situaciones de crisis, imaginarme cuando alguien está a punto de estallar, qué piensa en esas situaciones. En los vínculos hay todo un universo en la cabeza, sobre todo en las mujeres, que es muy complejo, que no es tan lineal como se supone. Uno no piensa desarrollando un concepto, uno piensa desordenado. Soy una paciente de terapia de mucho tiempo, y a la hora de narrar el pensamiento el psicoanálisis me ayudó mucho.

–¿Por qué la mayoría de los finales son abiertos?

–Cuando leo no me gusta quedar con una actitud pasiva. Pienso que al lector le gusta participar, no al punto de que tenga que partirse la cabeza para pensar que final puede ser, pero sí que frente distintas posibilidades termine de cerrar la historia quien la lee. También me parece que en la mayoría de los casos son vínculos y no es tan sencillo un solo final que cierre.

–¿La relación madre e hija es algo que elegís desarrollar?

–Un gran punto es el tema de relación de la madre y de la hija, me parece «el» tema de la humanidad casi. Para mí, en las mujeres, la relación con la madre nos define, incluso la pareja que uno elige.

–¿De dónde sacás las historias?

–Una claramente tiene que ver con mi mamá, está dedicada a ella. El resto tiene algunas cosas autobiográficas, algunas tienen que ver con diálogos. A mí me gusta escuchar mucho básicamente porque soy muy chusma. En un bar me gusta mucho escuchar lo que dicen en la mesa de al lado, siempre me parece más interesante de lo que pasa en la mía, es un espanto para ir a tomar un café conmigo. Son frases o imágenes que se me cruzan.

–El título es uno de los cuentos pero terminó siendo el que los reúne a todos –Resume el espíritu del libro. Iba atener otro título, pero después me pareció que el del cuento ese resumía eso de las chicas malas, aunque no lo son pero si sintetiza el espíritu del libro: historias protagonizadas por mujeres, la mayoría son frágiles, contradictorias, están en un momento límite de su vida, que algo les pasa que las obliga a tomar decisiones, que a veces las toman y otras no. Son mujeres que están en el límite, me interesa saber qué les pasa justo ahí. Tiene también una cosa de contemporaneidad, no son heroínas, ni son villanas, ni están pasando el peor momento de su vida. La mujer mayor que se encuentra luchando contra avance de una enfermedad, la nena más chiquita que se encuentra en una casa de casi locos, la mujer que se prepara a dejar su marido, son momentos como si uno se detuviera con una cámara y registrara justo ese tiempo.

La entrevista completa aquí: https://www.baenegocios.com/suplementos/Me-interesa-saber-que-le-pasa-a-una-mujer-cuando-esta-al-limite-20190221-0035.html

 

 

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Daniel Gigena recomienda LAS CHICAS MALAS NO TRANSPIRAN

En su nota de la sección Arte y Cultura del diario La Nación, Daniel Gigena invita a leer los cuentos de Laura Cukierman, recientemente publicados por nuestro sello.

Fragmento de la nota:

El debut literario de Laura Cukierman se sintoniza con una época de cambios en los modos de amar. En los cuentos de Las chicas malas no transpiran (Hormigas Negras), el amor se hace presente en encuentros (y despedidas) fugaces, búsquedas continuas y situaciones que evidencian el ascenso acelerado de los reclamos feministas. Por medio de diferentes voces, nunca desprovistas de humor ácido o desencantado, las protagonistas de los relatos dejan entrever los límites de los estereotipos sociales.

 La nota completa: https://www.lanacion.com.ar/2219079-ficciones-ensayos-amor-desamor-regalar-san-valentin

 

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Entrevista a Laura Cukierman

“Me gustan las historias de mujeres rotas o que se están por romper o que quieren destrozar algo”

La autora de Las chicas malas no transpiran habla de sus procesos creativos y el surgimiento de los personajes que desarrolla en sus cuentos.

 LAURA-foto-web

—¿Cómo fue tu acercamiento a la literatura? ¿Cuáles fueron los libros o los autores con los que te iniciaste? ¿A partir de qué estímulo? 

—Vengo de una familia donde había libros en todas partes; baño, mesas de luz, auto, cocina, etc. Se leía mucho y en muchos lados. Y se leía muy ecléctico y sin prejuicios: desde clásicos hasta libros de coyuntura política, historia rusa o novelas americanas.

Mi acercamiento entonces fue de una forma no dogmática y teniendo al libro como un elemento de uso habitual en mi casa. Si estás aburrido lee, si estás triste lee, si estás contento lee, para estudiar lee, para dormir lee, si tenés un viaje largo nada mejor que leer. “Nunca va a faltar plata para un libro”, decía mi papá. Y además soy nieta de una profesora de literatura española con lo cual fui creciendo siempre cerca de un libro. Empecé con infantiles de todo tipo: Álvaro Yunque, clásicos de Robin Hood, colecciones infantiles, libros rusos para chicos, porque mi papá era comunista. Me enganché con los policiales clásicos en un momento breve de la adolescencia junto con autores latinoamericanos como correspondía a hijos de padres progres. Después empecé a interesarme por los autores norteamericanos y por los cuentos específicamente. Ahí me quedé un buen rato y seguí con casi todo lo que se me ponía adelante y me llamaba un poco la atención. Básicamente es lo que me sucede hoy con los libros.

—En relación con tu propia escritura. ¿Cuándo y cómo sentiste o tuviste la necesidad o el deseo de comenzar a escribir ficción? ¿Qué encontraste en ese camino?

—No puedo especificar un momento. Me recuerdo imaginando que escribía, pensando historias. Al final de la adolescencia definí que quería ser periodista, pero además escribir ficción. Creo que también en ese momento me acerqué a autores que aun hoy me resultan muy convocantes para escribir, esos que te hacen sentir que es fácil, que todos podemos hacerlo. Aunque obviamente sea mentira.

—Los cuentos de Las chicas malas no transpiran tienen algunas características en común: las voces femeninas internas, los pensamientos incorrectos, los miedos, las fragilidades. ¿Qué nos podés comentar sobre el surgimiento de cada una de las protagonistas? ¿De dónde te llegaron esas voces? ¿Cómo fue el proceso creativo?

—Me gustan las historias de mujeres por un lado y me gustan los personajes frágiles o que se quiebran en algún momento y ver ese proceso. Me gustan las historias de mujeres rotas o que se están por romper o que quieren destrozar algo en un determinado momento. Me gusta pensar qué sucede en esas cabezas en los momentos de quiebre. Estos relatos son de mujeres porque es un universo que me interesa particularmente y que también tiene que ver con mis lecturas. Me gustan mucho las cuentistas mujeres.

Algunas de las mujeres de mis cuentos surgieron primero a partir del tema; la vejez, por ejemplo, el aborto, la doble moral, las separaciones, etc. En otras historias aparecieron primero algunas imágenes: la nena en una pileta, la nena en un auto con su madre y en otras no tengo idea bien como nacieron.

Hace poco encontré textos míos de muy chiquita, algunos a modo de diario íntimo y otros en formato relato. El cuento me sigue pareciendo un lugar hermoso, de perfección, de tiempo preciso, de economía de recursos. El cuento es el lugar en el que me siento más cómoda y que al mismo tiempo me da más vértigo.

Andrea Álvarez Mujica

Foto: Alejandra López