Escribí la novela La vida es extraña entre los años 2017 y 2020. Cuando estaba terminada le agregué el capítulo 0, que se puede leer a continuación. Era un momento en el que realmente fantaseaba con romper a martillazos mi teléfono celular. La cuestión de qué hacer con las pantallas estuvo presente desde el primer momento. Esa contradicción entre la atracción de ir de un dispositivo a otro, de una plataforma a otra, la hipnosis de las interminables posibilidades de búsquedas, la opción de que la persona amada a diez mil kilómetros, este cerca, y el deseo de libertad, de volver a estar sueltos por las calles. Pero también ni amor ni odio, lo inevitable: la sanguínea conectividad. El linyera que aparece cada tanto, y sabe más que los personajes con hogar, está inspirado en un hombre que todavía vive en un banco del parque Lezama. Hay muchos elementos en esta novela, muchas historias, no tuve miedo, sé que es exagerada y no se parece tanto al tipo de escritura minimalista (según Forn) que más he desarrollado a lo largo de estas décadas de hormigas negras. Cortázar, y especialmente el relato El Perseguidor, me acompañó. También hay algunos guiños a Héctor Germán Oesterheld con su inmenso Eternauta, del cual se nutre Leopoldo, mi personaje protagónico que escribe una novela de inminente futuro distópico. Como en otros de mis escritos, los personajes se mueven por las calles de San Telmo. En La vida es extraña quise hablar de la soledad, de los amores que continúan vivos en la imaginación, aunque se hayan dado por terminados, de la fantasía de volver el tiempo hacia atrás para modificar los actos y de las imposibles conversaciones que necesitamos establecer con los muertos.
El tiempo es un elemento poroso, elástico,
que se presta de forma admirable
para cierto tipo de manifestaciones
que han sido recogidas imaginariamente
en la mayoría de los casos por la literatura.
JULIO CORTÁZAR
0
Rosa movió el dedo pulgar sobre la pantalla y recorrió las publicaciones, aceleró y frenó, según el interés que le despertaron los contenidos. Se detuvo ante una foto que había subido Jazmín, su hermana menor, en la que las dos estaban sonrientes, las caras enrojecidas por el frío, las camperas coloridas y la nieve alrededor. En otro momento le hubiera agregado un comentario de un futuro viaje, una promesa o un deseo de volver a compartir la ruta y ese clima de armonía que se creaba entre ellas en el auto mientras Rosa manejaba y Jazmín abría los mapas, preparaba el mate o musicalizaba.
Rosa sintió una puñalada de angustia. Fue hacia la ventana y la abrió. Tenía la costumbre de cerrarla por los ruidos. Se asomó. Respiró el aire fresco de la mañana. El 39 llegaba a la esquina de Defensa y Caseros y doblaba frente a la ochava de la bicicletería. Detrás se veía el Museo Histórico Nacional. Sobre él, como una nube, flotando, seguía la nave plateada que había llegado la tarde anterior. La mayoría de las camionetas de prensa se habían ido. Quedaba una guardia mínima. El revuelo había pasado. Aunque las respuestas no resultan convincentes.
Rosa miró su teléfono, tocó un botón y esperó que se abriera la aplicación con mensajes recientes de amigos y familiares que esperaban respuestas de ella. Además, otras plataformas le notificaban las novedades, contenidos y convocatorias de distintos rubros. Este es el fin; pensó y en seguida recordó la canción de los Doors. Fue a la cocina, apoyó el teléfono celular sobre la tabla de picar verdura, abrió un cajón debajo de la mesada y buscó, entre los pelapapas y los sacacorchos, un martillo pequeño y una bolsita de plástico. Puso el celular dentro de la bolsa, la ubicó sobre la tabla y comenzó a martillar. Se rompió el aparato y también la bolsita. No quería que ninguna pieza saltara y cayera en algún rincón de la cocina. Buscó otra bolsa de plástico y metió lo que quedaba del celular y la primera bolsa dentro. Volvió a martillar.
Estaba descalza. Las plantas de los pies sobre las baldosas frescas. Se sintió bien. Llevaba un minishort de jean y una remera blanca. El pelo largo y lacio le cubría la espalda. Fue al dormitorio, se sentó en la cama y se puso las zapatillas de lona. Ató fuerte los cordones. Miró a su novio, que dormía desnudo. Le hizo una caricia suave en la espalda. Le dio unos besitos húmedos. Lo escuchó ronronear. Volvió a la cocina, agarró la bolsa con los restos del teléfono y salió del departamento. Bajó las escaleras rápido y llegó a la calle.
Hacía calor, pero no demasiado. Sintió el placer del sol matinal en la frente. Caminó por Caseros, cruzó, entró a Hierbabuena, miró las tartas, las masas, los pasteles sobre la mesada. Eligió dos pancitos. Sacó unos billetes arrugados del bolsillo de su minishort.
—Y, ¿qué se sabe de la nave? —dijo, para conocer la opinión de la empleada del lugar.
La chica sonrió un poco tímida.
—Dicen que es una instalación artística que todavía no se inauguró.
—¿Cuál es el nombre del artista? ¿Tenés idea?
—No, no sé —dijo la chica y guardó los pancitos en un sobre de papel madera.
—¿Vas a ir cuando se pueda?
—No sé. La verdad no lo pensé.
—Sí, ayer fue todo muy raro.
—Si querían llamar la atención, lo lograron —dijo la chica y sacó su teléfono para revisarlo, aunque no se había escuchado ninguna notificación.
—Chau, que tengas buen día.
—Gracias, vos también. Rosa caminó por Caseros, cruzó Defensa y llegó a la entrada del Museo Histórico Nacional. Sacó uno de los pancitos y le dio un mordisco. Olía bien y estaba sabroso y suave.
—¿Se puede pasar? —le preguntó al guardia.
—Está cerrado.
—¿Qué es eso que está ahí arriba?
—Todavía no tengo información.
Rosa miró la nave plateada. ¿Qué tiene que ver esto con lo que hay en este Museo? No tiene lógica. Pensó.
—¿No me da un folleto?
—Por el momento no tengo.
Rosa se fue sin saludar ni darle las gracias al guardia. Subió las escalinatas de la entrada lateral del parque Lezama. Tenía la bolsa con los restos del celular. No se decidió a dónde tirarla. El linyera del carrito estaba sentado en el primer banco. Se miraron.
—Tengo todo —dijo el linyera y dio un golpecito al borde del carrito del supermercado, donde guardaba sus pertenencias.
—Nada más me falta el polvo de estrellas.
—¿Para qué? —dijo Rosa.
—La máquina del tiempo. La voy a hacer. Lo tengo todo. Tengo las provisiones.
—Los materiales —le corrigió Rosa.
—Me falta la luz. Pero va a llegar.
—¿A dónde querés ir con la máquina del tiempo?
El linyera la miró como si hubiese dicho algo muy raro.
—¿Al pasado o al futuro? —insistió Rosa.
El linyera se paró, empujó su carrito y se alejó de Rosa. De pronto se detuvo y señaló la nave sobre el museo.
—No voy a subir, no insistas. Me voy en mi máquina, tengo las provisiones —dijo el linyera y se fue por el camino arbolado.
Rosa terminó de comer su pan. Dio una vuelta por el parque. Le gustaba sentir la brisa cálida. Amaba el verano, donde fuera, en la costa o en la ciudad. Pensó que al volver a su casa se iba a quitar esa remera de mangas cortas y se iba a poner la musculosa naranja o alguna de las remeras de tiritas, para la tarde. Porque el calor iba a aumentar. Una nena con casco y calzas andaba en patines. Los artesanos acomodaban sus cosas en las mesadas de los puestos, conversaban y tomaban mate. A lo lejos, en el camino de los jarrones, un joven tiraba algo al suelo y lo pisaba. Rosa aceleró el paso. Cortó trayecto en diagonal y trotó entre los jarrones hasta alcanzar al chico que rompía el celular.
—Hola —le dijo Rosa.
—Hola.
—Tengo un martillo en casa, si querés.
—No vas a entenderlo.
—Creo que sí, yo ya lo hice —dijo Rosa y movió su bolsita con el celu aplastado y le sonrió.