Publicada en

La primera sesión (raíz de Hormigas Negras)

a mis compañeros y compañeras del taller de Juan Forn a través del tiempo 

Es viernes 18 de febrero de 2011. Salgo de mi dormitorio, cruzo el living y el comedor hacia la cocina. El diario está apoyado sobre la mesa, cerrado y del lado de la contratapa. Toco el mate. Está tibio. José se fue a la Biblioteca hace poco. Me dormí. No lo besé. Ahora tengo que esperar hasta la nochecita para disfrutar de sus labios. Me gusta acompañarlo hasta el palier en las mañanas y darle los últimos besos cuando espera el ascensor. Cambio la yerba y el agua de la pava. Miro por la ventana de la cocina las copas frondosas de los árboles del club Catalinas Sur. Todavía debe estar abierta la pileta. Tal vez a la tarde pueda ir con Iñaki. Me siento a leer.

Juan Forn dice que Vladimir Nabokov se percibía como un gran poeta, pero sus versos en ruso eran menospreciados por los compatriotas contemporáneos en el exilio y cuando le llegó el éxito, de la mano de Lolita, en cierta forma se decepcionó de ser valorado por una novela escrita en inglés. Esa apostasía lo llevó a proteger su poema de 999 versos con una novela alrededor que resultó, tal vez, su mejor obra. Por estos días, por primera vez, pasados cincuenta años de su publicación, el poema de Pálido fuego, se publica desprendido de la trama novelística que lo enmarcaba.

Como todas las contratapas de Juan, la de hoy, tiene guiños al lector, ya que él supone que el que está del otro lado olfateó los mismos libros, fue parte de una conversación parecida a la que él mantuvo con su amigo caminando por la playa, alguien que también soñó con una casa suburbana prestada para recibir, en medio de la noche, al padre muerto.

Al final de la columna encuentro el anuncio de un taller literario impartido por él, que va a iniciarse a mediados de marzo. Hay una dirección de correo electrónico para contactarse. De inmediato voy a mi dormitorio, abro la compu y le escribo. En la respuesta me comenta que está sorprendido por la cantidad de interesados. Me da los lineamientos que tendrá el taller, el precio y la consigna inicial: escribir un texto sobre mi historia con la literatura y otro texto reseñando los últimos cinco libros que me hayan impactado. Le confirmo que me inscribo. Todavía no es mediodía. Qué expeditiva, me contesta Juan.

Al pensar en el inicio de mi historia con la literatura llega, desde algún bendito pliegue de la memoria, la imagen de Nexus, apoyado en una mesita ratona, junto al mate y la pava de mi padre, Abel. Todavía no sé escribir, lo abro y garabateo con una birome la primera hoja del libro. Abel no me reta. Cuando cumplo los 18 me regala ese ejemplar con mi intento de escritura primaria y todos sus otros libros de Henry Miller: Trópico de Cáncer, Trópico de Capricornio, Primavera Negra. ¿Dónde están? Los perdí en las mudanzas, se los quedó mi primer esposo o los fueron llevando de la biblioteca amigos que desconocían el valor simbólico de esas ediciones amarillentas, opacas, húmedas, olorosas que Abel compraba en las librerías de la calle Corrientes en los setenta.

Como los cupos se cubrieron rápido, en vez de comenzar a mediados de marzo, el taller se inicia el último viernes de febrero. Juan nos habla de la creación de Radar, la enfermedad que partió en dos su vida, su mudanza a Villa Gesell, las lecturas, la crianza de su hija, la separación, su cumpleaños número 50 y la idea de comenzar a volver a Buenos Aires, de a poco, viajar y tener actividades porteñas dentro de las limitaciones que su enfermedad le impone. Los talleres anteriores los dio junto a Guillermo Saccomanno, experiencia en la que comprobó que la frecuencia quincenal es optima. Por primera vez inicia solo. Nos pauta un máximo de carillas que en mi conversión usual da 7000 caracteres de lectura por integrante. Habla de la montaña rusa impredecible en la que se debe sentir el lector, de la lectura como viaje en el cual la respiración del lector debe estar unos centímetros más atrás que la del autor, cerca, no perderlo en el camino, pero que tampoco se nos adelante. Recomienda un mínimo de dos horas de escritura al día para poder notar una evolución en la pluma propia, propone intensificar las lecturas y enamorarse de un autor vigía. Usa otras palabras. Pero estas son las ideas. No anoto nada. Me hace un comentario sobre eso. Le digo que por el momento estoy en plenas facultades mentales como para poder recordar lo que dice sin necesidad de anotarlo, soy periodista, grabo las ideas en mi mente. No le molesta mi respuesta petulante. Me sonríe. Los compañeros comienzan a leer. Preparo mate. Estoy cómoda, tranquila, como si este momento en el que busco la yerba, prendo la hornalla, enjuago el mate y la bombilla, lo estuviera viendo desde el futuro.

Llega mi turno de lectura. Dejo el sillón y voy hasta la barra que enmarca la cocina integrada. Me siento en un taburete, frente al grupo. Leo El atajo, un texto que escribí de un tirón para un proyecto fallido. Pero que finalmente mandé a la revista en la que colaboro desde hace unos años. Lo escribí al terminar de leer Estambul y tiene adherido algo del ritmo y de la arquitectura de las oraciones de Oran Pamuk. Trata sobre la música y la escritura y la gente de mi generación. Mientras estoy leyendo comienza a llover. Me doy cuenta de que parte del ámbito en el que estamos es un patio al que se le hizo un cerramiento. La tormenta es fuertísima y los goterones en el techo resuenan casi tapando mi voz. No interrumpo la lectura. Entra agua por algún lado. Juan deja su ubicación y va a cerrar ventanas, puertas y banderolas. Vuelve. Termino de leer. Por un momento nadie habla y me siento incómoda. Juan está por comenzar a desmenuzar mi texto. Le digo que ya lo envié a la revista. Me mira desconcertado. Le parece que eso no importa, que igual podemos corregirlo. No traje ese material para trabajarlo, lo leí a modo de presentación, Juan lo entiende en el aire y da de baja analizar mi texto y me pregunta qué proyecto es el que voy a desarrollar en el taller. Un libro de cuentos, le digo. Pasamos a la siguiente lectura.

En el grupo hay dos mujeres que se llaman Silvia, una es histriónica, la otra tiene una sonrisa suave; un hombre alto que escribe microrrelatos; un hombre de rulos que no trajo nada y un joven que lee unos párrafos de un texto inconcluso sobre un viaje. Siento empatía con él. Elogio su escritura. Se llama Sebastián.

Juan mueve la cabeza para que sus rulos se acomoden flotando sobre la frente. Tiene el pelo negro con un rayo plateado en diagonal. Esas primeras canas, tardías, surgieron como un mechón seleccionado por un peluquero. Está bronceado. Lleva una camisa blanca, un jean y zapatillas.

Tengo la plata de la cuota guardada en el bolsillo de mi jean blanco. Juan dice que le paguemos en la próxima sesión. Me gusta que use la palabra sesión para nuestros encuentros, la incorporo. Nos despedimos. Salgo desorientada, aunque estoy en el barrio de mi adolescencia y lo conozco en profundidad. Le pregunto a Sebastián hacia dónde queda Santa Fe. A la izquierda, me indica. Él también va para Santa Fe. Caminamos juntos.

Andrea Álvarez Mujica

Escribí este texto para el encuentro forniano realizado en el café cultural La Zorra, el 18 de diciembre de 2021, en Mar Azul. 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Comentarios