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Fragmento de la novela Los novios muertos

 

los libros

Carla se paraba delante de la biblioteca de Jota Eme e intentaba comprenderla. Mirar bibliotecas le daba placer, bibliotecas, escritorios, mesas de luz, cualquier lugar de una casa en donde hubiera una acumulación de libros. Disfrutaba de la información externa de los libros, las tapas, los lomos, el tipo de papel, las características dadas por la época en la que habían sido impresos, los textos de las contratapas y solapas, todo eso era una forma de conocimiento. Pararse delante de la biblioteca de alguien en un living, en un pasillo, en un dormitorio, recorrer con la mirada los autores que esa persona elegía, comprender el orden, alfabético, por colección, por género, al azar, era para Carla una fuente de secretos revelados del dueño de la biblioteca en cuestión y también una evaluación personal, cuántos de esos libros conocía, cuántos de esos autores había leído. Disfrutaba de abrir libros de autores que desconocía y leer uno o dos párrafos y hacer una interpretación propia y tal vez errada de lo que tenía entre manos. Tener un hallazgo a ciegas, sin información previa, sin guía, eso era para ella casi un sentido existencial. Algunas veces mirar una biblioteca ajena, leer páginas al azar en una mesa de novedades o de saldos, concluía sin que se llevara ningún libro, le alcanzaba con pensar en esos fragmentos aventurados que había encontrado. Los libros eran también una forma de encuentro con personas de otros siglos, de otros continentes. Escritores muertos, que habían sido perseguidos, injuriados, asesinados o habían tenido vidas desdichadas, hundidos en la pobreza o desfasados de su tiempo, locos, incomprendidos, condenados a vidas trágicas, vidas acabadas tempranamente por una enfermedad incurable, autores encerrados en manicomios, sometidos a descargas eléctricas, poetas que se habían suicidado por desencanto, por soledad, novelistas longevos que habían llegado al final de sus vidas enfermos, frágiles, vencidos, pero antes de eso, habían dejado una obra inmortal y desde las páginas de los libros seguían hablándole a otros hombres, contándoles sus descubrimientos, sus penas, sus incertidumbres y debilidades, autores que habían creado un instante inexistente y lo habían dejado atrapado entre comas y puntos. Los libros muchas veces eran cartas de amores imposibles, pedidos de socorro de treinta años atrás, cien años atrás, saltos mortales, un intento desesperado de trascender a la muerte, de darle un sentido no religioso a la existencia.

Pero cuando Carla se paraba delante de la biblioteca de Jota Eme se sentía incómoda, en parte porque era una biblioteca casi carente de ficción, y además porque desconocía a la mayoría de los autores que la formaban y no comprendía cuál era el orden que la regía.

 

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