Sebastián Masquelet es un autor para todas las edades. Él no lo planeó y nosotros, desde Hormigas Negras, tampoco. Simplemente sucedió. Su novela y sus cuentos enamoran a personas de veinte a ochenta años. Su humor inteligente y sus citas cinéfilas conmueven a los lectores de distintas generaciones. Tanto en Viaje de disfraces, su primera novela, como en Elefantes, cuento que integra la antología Los vicios de los muertos; el humor costumbrista y lo filosófico se unen en la respiración del mismo instante.
por Sebastián Masquelet
Hoy fui a hacer un trámite a una dependencia del Registro de la Propiedad del Automotor. Antes de que me atendiera una suerte de mutante entre el Negro Dolina y el mecánico que le cuida el coche a Seinfeld tuve que esperar más de una hora y media. Leí el diario y todos los diarios en el celular. Consulté mensajes muchas veces. Después, simplemente, consumí lo que quedaba de batería escuchando una y otra vez un viejo tema de Los Iracundos. Cuando me desperté, sobresaltado por los gritos de un hombre gordo y canoso que no paraba de repetir mi apellido, tuve la siguiente conversación:
—Buen día, vengo porque necesito una copia simple de
—Buenos días, ¿cómo está usted?
—Bien, gracias. Necesito una copia simple de la denuncia de venta de
—Dígame la patente.
—Un segundo. Creo que era… WEZ629. Sí, eso.
—Cuentemé.
—Fui a renovar la licencia y me dicen que tengo una multa por no haber hecho el grabado de autopartes, pero
—Tendría que haber hecho el grabado.
—…vendí el auto hace diecisiete años. Y la multa es de hace dos meses. Eso es lo que quería decirle.
—Entiendo. Pero el auto sigue figurando a su nombre. Es su auto.
—Figura a mi nombre pero no es mío. Ya lo vendí, le digo.
—¿Terminó el trámite? ¿Hizo la transferencia? Si hubiera hecho la transferencia no figuraría a su nombre.
—La transferencia la hace el comprador. Y se ve que no la hizo.
—Entonces sigue siendo su auto.
—¿Y qué tengo que hacer para que deje de ser mío?
—Nada. No puede.
Sentado frente al mar / mil besos yo le di / Después le dije adiós, todo termina aquí.
—De todas formas, animesé. Aun cuando el comprador hiciera la transferencia, siempre seguirá siendo su auto. Señor, ¿me oye?
—Eh, sí. Claro. Pero, ¿puedo tener la copia de la denuncia de venta, por favor?
—Por supuesto. ¿Qué auto es?
—Un Fiat 600.
—Nooo, señor. Los fititos no se venden.
—Bueno, este sí. Hace diecisiete años.
—¿Color?
—Rojo. Rojo óxido.
—Seguro no lo cuidaba. ¿Modelo?
—1977.
—¿Andaba lindo?
—La verdad que no. Me dejó en la calle seis veces y el seguro me cubría hasta cinco acarreos por año. Por eso lo vendí.
—Ya le dije que no se puede vender un Fiat 600, señor. ¿Tenía modificaciones? ¿Aleros? ¿Focos? ¿Caño de escape?
—Tenía un lindo estéreo con un cassette trabado que no se podía sacar. Necesito la copia de la denuncia y con eso estamos. ¿Podrá ser?
—Claro. Como usted quiera. Son trescientos diez pesos.
—¿Trescientos diez pesos por una copia simple?
—Sí, señor. Es un trámite arancelado, no se le da copia a cualquiera. Es por su seguridad.
—¿Por mi seguridad? Yo soy el titular del auto.
—Ya ve cómo es suyo. Es por su bien.
—Es ridículo. Lo vendí en setecientos pesos en el 2001 y ahora tengo que pagar trescientos para que me saquen una multa que no me corresponde. ¿Le parece?
—Trescientos diez. ¿A cuánto lo había comprado?
—Seiscientos ochenta, me acuerdo bien.
—Hizo negocio.
—No mucho. Nunca llegué ni a la esquina. Recalentaba el motor, la puerta del acompañante no funcionaba, se me abría el capó cuando aceleraba a más de cuarenta. Para arrancar a la mañana, tenía que pedirle a unos vecinos que me empujaran.
—No lo cuidaba, ¿ve?
—Una noche me dejó a unas cuadras de Primera Junta y esperé dos horas la grúa, escuchando temas de Ataque 77, que hacía diez años que habían pasado de moda. Ahí dije basta.
Abrázame y verás / que el mundo es de los dos / Búsquemos el ayer / que nos hizo feliz.
—Para continuar el trámite necesito el nombre de quién le compró el auto.
—Tiene que estar en el expediente. No lo recuerdo. Le dije que fue en el 2001, hace diecisiete…
—¡Hace diecisiete años! Ya me dijo, señor. Está obsesionado con el paso del tiempo. ¿Cuántos años tiene?
—Treinta y siete. ¿Y usted?
—Sesenta y ocho.
—Parece menos.
—Es usted muy amable.
—¿Y cuánto hace que trabaja acá?
—Desde el año setenta y dos. Con mis primeros tres sueldos junté plata y, adivine qué, me compré un fitito. Un Topolino, como le dicen en Italia.
—¿Y todavía lo tiene?
—Por supuesto, una vez que uno tiene un fitito ya no se puede desprender de él.
—Ni aunque lo venda…
—Ya se lo dije. No se venden los fititos.
—Ajá. ¿Y entonces qué se hace?
—Se acumulan, señor.
—¿Cómo dice?
—Los va juntando. Yo tengo seis. Y sé de gente que ha llegado a tener hasta quince.
—¿Y dónde los guarda?
—Eso es lo complicado. Hasta el tercero iba bien. Pero después se me empezó a hacer más difícil.
—¿Sabe cómo hacer para meter cuatro elefantes en un fitito?
—No me haga perder el tiempo, señor. Hay gente esperando.
—Disculpemé.
—Le decía que hasta el tercero iba bien, pero después se complicó. Todos podemos ser descuidados. Fijesé que el quinto lo tuve abandonado casi dos años. Lo encontré en Santa Clara del Mar y lo dejé en el taller de un amigo, camuflado entre dos 4L.
—¿El 4L tampoco se puede vender?
—¡Pero sí! Quién guarda un 4L.
—Se me hace tarde. Tengo turno con el controlador de faltas para discutir la multa.
—Ya casi terminamos. Quería contarle cómo volví de Santa Clara esa vez. Porque en el camino se me cortó el cable del acelerador y tuve que hacer todo el viaje acelerando con una piola que até al motor. ¿Sabe cómo me quedó el brazo después de cuatrocientos kilómetros?
—Me imagino.
—¿Qué se va a imaginar usted? Firme aquí, aquí, aquí, aquí, aquí y aquí. Y aquí y aquí.
—¿Todas estas firmas?
—Son por su bien.
—Por mi seguridad.
—No se haga el vivo, señor. Abone en la caja y guarde bien la copia. No la vuelva a perder. Para que siempre sepa que los fititos no se venden. Siguiente.
El controlador de faltas me dijo que para sacarme la multa necesitaba el número de DNI de un tal Oscar Esquerra, el comprador del fitito. Hacelo por mí, me dieron ganas de suplicarle, pero imaginé la negativa del burócrata así que me callé. Oscar Esquerra me suena a nombre de gordo canoso que escucha Los Iracundos cada vez que recuerda cómo perdió a Susana frente al mar.
Le dije al controlador que por supuesto no tenía el dato que precisaba, pero no me prestó atención. Lo bueno es que parece que el auto sigue siendo mío.