El cuento Cuando nada queda en pie pertenece al libro El primer campeón del mundo (Hormigas Negras, 2020), de Juan Sebastián Ronchetti. Es una historia sobre Malvinas que escapa a las simplificaciones y muestra el conflicto desde el corazón de una familia que tiene uno de sus hijos en edad de ser convocado a las filas. Entre tantas versiones parciales sobre esos días por demás difíciles, este cuento da en el centro auténtico de la doble opresión de vivir en un país bajo una dictadura y una guerra.
por Juan Sebastián Ronchetti
—Nos vamos —dijo mamá.
Papá no contestó. Ella se quedó mirándolo.
—¿Vas a dejar que se lo lleven?
Papá resopló con bronca y se sentó en uno de los sillones.
—¿Hace falta que me digas eso?
—Y vos no decís una mierda.
—Que estás loca, eso digo.
Era la guerra de Malvinas y mi hermano mayor tenía casi diecisiete años. No habían llamado a los de su clase, pero acababan de decir por la radio que de hacer falta los iban a llamar «para entrar en combate inmediatamente».
Papá estaba sentado en el borde del sillón, como a punto de caerse.
—Esperemos —dijo.
Mamá se puso furiosa, caminó por la casa, miró por la ventana y puteó al aire.
Al rato se sirvió un vaso de vino y le sacó un cigarrillo a papá. Nunca había fumado delante nuestro, pero esa noche era como si no estuviéramos.
Papá se quedó con la vista perdida en uno de los cuadros del living.
—Tenés razón —dijo.
Mamá se dio vuelta y se acercó.
—¿Qué te pasa entonces?
—Tengo miedo.
Mamá fue de nuevo hasta la ventana y tiró el cigarrillo encendido. Se sentó en el otro sillón. Se llevó las manos a la cara y enseguida la escuchamos llorar. Papá se levantó, se puso en cuclillas al lado de ella y la rodeó con sus brazos.
—Esperemos solo unos días, si se confirma nos vamos a la mierda —le dijo al oído, pero todos escuchamos.
Cenamos en silencio. Antes de irnos a dormir vinieron a nuestra pieza y nos explicaron lo que pasaba y nos dijeron que iban a preparar los bolsos por las dudas. Mi hermano no preguntó nada. Mamá lo abrazó y le dijo que no tuviera miedo.
Mis padres odiaron siempre a los militares. Por eso, cuando la guerra empezó, estaban enojados y tristes. Decían que era una locura y que no había nada para festejar.
Al principio yo no entendía que pasaba, sobre todo porque en la escuela estaban todos felices.
Cuando volvimos a clase, unos días después del 2 de abril, en el patio hubo festejos, parecía que habíamos ganado otro mundial. Las maestras hablaban de la patria y de la gloria y los pasillos se habían cubierto de cartulinas con dibujos de las islas y banderas argentinas. Y hasta en el cuaderno de comunicaciones nos habían puesto una nota que nos obligaba a llevar la escarapela puesta en el guardapolvo todo lo que durara el conflicto.
Pero papá y mamá nunca firmaron la nota y no me dejaron poner la escarapela. Papá dijo que en todo caso me pusiera una cinta negra y que, si era necesario, él personalmente iba a hablar con mi maestra, la señorita Garro y le iba a decir lo que «todos pensábamos» en casa.
Garro que era la maestra más antigua de la escuela y la que más entusiasmada estaba, nos enseñó la Marcha de las Malvinas que cantábamos a la entrada en lugar de la Oración a la Bandera. Nos hacía formar como si fuésemos militares y caminaba entre las filas dando instrucciones.
También nos dijo que íbamos a hacer simulacros de bombardeo, por si los ingleses llegaban a bombardear Buenos Aires.
El primero de los simulacros fue en el aula, dijo que a la cuenta de tres nos teníamos que meter bajo el pupitre, cuerpo a tierra y esperar que pase el «bombardeo». Porque Garro no decía, “esperar que pasen tres minutos”, no, decía bombardeo, con todas las letras.
La señorita se paró bajo la puerta, porque dijo que el marco era lo único que quedaba entero tras un ataque, pero yo pensé que lo que decía era una pavada: después de un bombardeo, lo había visto en un documental de la tele, nada quedaba en pie.
Contó tres y nos tiramos al piso. De golpe escuchamos una explosión tremenda y salimos todos corriendo de nuestros escondites.
—¿Qué hacen, así piensan defender la patria?
El grito fue ensordecedor y logró que nos quedáramos quietos y en silencio.
Había tirado desde su posición (tal cual ella llamaba a los lugares de cada uno) una de esas carpetas gigantes que tienen las maestras y que al pegar en el piso había parecido una explosión.
Marcelo, uno de mis compañeros, le preguntó si realmente esos pupitres nos podían proteger de las bombas.
—¡Por supuesto —gritó— es madera argentina!
En casa, mamá se la pasaba en silencio. Seguía preparando cosas, había guardado también algunos cacharros y otros elementos de la cocina y una bolsa con algunos libros y fotos. Además solo cocinaba arroz o fideos porque decía que teníamos que juntar un montón de plata.
A la noche no podía dormir, descansaba por momentos y me despertaba sobresaltado en plena madrugada. Y a cada rato me asomaba para ver que mi hermano estuviera durmiendo en la cama de abajo.
—¿Estás despierto? —le pregunté una noche que no paraba de moverse.
—Sí, no puedo pegar un ojo.
—¿Puedo pasarme a tu cama?
Prendió el velador y me hizo señas de que bajara.
—¿Qué te pasa? —me preguntó.
—¿No te vas a ir, no?
—No tengas miedo —me dijo y se quedó en silencio.
Abrió el cajón de la mesa de luz y sacó el rosario que nos había regalado la abuela después de una excursión a Lujan. Nosotros no sabíamos nada de religión, pero en nadie confiábamos más que en la abuela.
—¿Cómo se usa?
—No sé, pero nos va a proteger —dijo.
Me abrazó. Con mis manos le envolví las suyas y apretamos fuerte el rosario. No dijimos nada más y logramos dormirnos.
Después de las primeras semanas, en la escuela no nos hicieron hacer simulacros tan seguidos. La maestra dijo que no iban a hacer mucha falta, que estábamos ganando y que en poco tiempo más íbamos a ir a la Plaza a recibir a nuestros héroes.
En eso era en lo único que coincidían papá y mamá con la maestra, los dos pensaban que nuestros soldados eran héroes, pero en casa decían que estábamos perdiendo.
—Esto es una tragedia —dijo una noche papá cuando mirábamos el noticiero—; una guerra siempre es una tragedia.
Para los últimos días de abril, papá y mamá ya tenían todo planeado. Juanjo, un amigo de ellos que manejaba micros de larga distancia nos iba a llevar hasta Tigre y de ahí íbamos a cruzar en lancha a Carmelo para escondernos en Uruguay.
Nos habían explicado todo, pero nos dijeron que no dijéramos nada, sobre todo a mí que era el más chico, me insistieron para que no dijera ni una palabra de la «deserción» en el colegio. Pero yo ni siquiera sabía que era desertar.
Al otro día, en la puerta de la escuela, le pregunté a Marcelo que significaba y me dijo que eran los putos que abandonaban, los que no querían a la patria.
Le hubiera contestado que nosotros amábamos a la patria y que no éramos ningunos putos, que lo único que queríamos era que no se lo lleven a mi hermano. Pero no podía. Le dije que estaba exagerando, que quizás les daba miedo ir a la guerra. Marcelo se me rio en la cara y entró rápido para ponerse primero en la fila. Yo esperé en la puerta, hasta que ya no quedó nadie, tenía ganas de estar solo y entré último, aunque hubiera preferido volver a casa.
Era el viernes 30 de abril. Garro dijo que el simulacro esa vez iba a ser distinto. Nos dio la orden de ponernos todos en fila y explicó que a la cuenta de tres, debíamos correr desde el patio a las aulas, buscando cada uno su posición, lo más rápido posible, pero en total calma, como buenos soldados.
Pero como no éramos ni siquiera buenos alumnos, la corrida a las aulas fue un desastre, nos precipitamos, chocándonos, a los golpes, pasándoles por arriba a los más chicos, metiéndole la pata a las nenas. Garro miraba desde el centro del patio cubierto y las otras maestras gritaban.
Yo me equivoqué de camino, entre el apuro y los nervios me fui al aula del año anterior.
Me tiré cuerpo a tierra igual, debajo de un pupitre que estaba libre, pero se escuchó un murmullo y la maestra de 5º enseguida notó mi presencia. Con un gesto me hizo salir de mi posición y me dejó parado en el frente.
En el pasillo se oía caminar a Garro, con ese ruido único que producen los tacos de las maestras cuando están exaltadas. Por fin se escuchó bien cerca, pasó como un rayo mirando hacia el interior del aula asegurándose que todo estuviera en orden. Como no frenó, pensé que había zafado, pero en cuestión de segundos volvió a aparecer su figura en la puerta.
—¿Qué hace usted ahí parado, no entendió que había un bombardeo?
Le dije que sí con la cabeza.
—Entonces, explíquese.
—Es que me equivoque de aula seño, esta era la del año pasado, por eso.
La cara de Garro se transformó.
—Lo suyo es una vergüenza, si todos fueran como usted nuestro destino sería la humillación de la derrota, y le pido un favor, el lunes traiga la escarapela si quiere estar en mi clase.
Me pasé todo el fin de semana tratando de decirles a papá y mamá lo que había pasado en la escuela, pero fue imposible, en casa solo pensaban en si llegaba la citación para mi hermano o no. Estaban atentos a lo que decían en la radio o en el noticiero y, sobre todo, a si el cartero tocaba el timbre.
Pero ese domingo todo cambió.
Aquel 2 de mayo, al anochecer, llegaron las noticias del hundimiento del Crucero General Belgrano: «Debemos lamentar la muerte de trescientos compatriotas», dijo el periodista. Papá y mamá se miraron con tristeza, apagaron la tele y no dijeron nada. La guerra duró casi un mes y medio más, pero aquella noche fue el comienzo de la derrota.
En la escuela, Garro empezó a estar más apagada y ya no me reclamó la escarapela. La citación para la guerra nunca le llegó a mi hermano, sin embargo, cuando las tropas argentinas se rindieron no hubo alegría en casa.
Esa tarde, papá nos dio un beso a cada uno y se fue a dormir temprano.
Mamá, por la noche, desarmó los bolsos en silencio, acomodó la ropa y puso los libros y las fotos en su lugar.
Nosotros nos acostamos cada uno en su cama. Pero al rato mi hermano me pidió que fuera a la suya.
Todavía tenía el rosario abajo de su almohada.