El 21 de noviembre en Casa de la Lectura, la editorial Hormigas Negras presentó Mi abuelo caníbal, octavo título de la colección de narrativa argentina contemporánea Puro Barullo.

El desopilante guionista Sebastián Meschengieser, uno de los primeros lectores de los borradores de Mi abuelo caníbal, compartió detalles del surgimiento de su amistad con Lisica en los tiempos de la universidad, relató las instancias de reencuentros, sus impresiones acerca de Mi abuelo caníbal y por sobre todo contagió a la audiencia con su humor fresco e ingenioso.
El poeta y periodista Gustavo Álvarez Núñez realizó un análisis comparativo, leyó breves fragmentos, ahondó sobre las metáforas del canibalismo y el estilo literario de Lisica.
Por último, Federico contó cómo fue el proceso de escritura de Mi abuelo caníbal, reveló los secretos que dispararon la historia y mostró diapositivas históricas del Sitio de Leningrado.
Luego del cierre de los expositores y la finalización de las proyecciones, cuando todos los invitados charlaban entusiasmados, las canciones que acompañaron a los personajes de Mi abuelo caníbal, en el transcurso de la historia, se escucharon como banda de sonido del evento y del brindis.
Fotos: Santiago Ernesto Perrone.
El nieto caníbal
Por Federico Lisica
Esta presentación nace de una falacia expuesta en la misma tapa de la novela. Su título. Los dos que llegaron a la final, cuando estaba terminando el proceso de escritura, fueron: El yaguarón de San Petersburgo y Mi abuelo caníbal y otros asuntos. Nunca lo había notado, pero ahora que escribo esto, caigo en que hay otro título más apropiado. ¿Cuál?: El nieto caníbal.
Es cierto que detrás del título final Mi abuelo caníbal, en ese pronombre posesivo —mi—; ya está presente la línea sucesoria de quién narra la historia, cuyo nombre aparece sólo en tres ocasiones puntuales y no es muy original: Federico.

Por otra parte, en el título definitivo también aparece el tema no menor de comerse a otro sujeto, la antropofagia, a la que me referiré en unos segundos, nomás.
El nieto caníbal, decía y no El nieto del caníbal. Por una cuestión particular más allá de la preposición —de—; el canibalismo real, el de comer carne humana, entiendo que antes que terror genera incomodidad. Después viene el terror, claro. Pero primero está ese resquemor, esa cosquilla impertinente que sentimos, porque es una acción humana muy inhumana. La menos civilizada de todas. Y todos/todas, a su vez somos caníbales. Pero de una clase particular. Tranquilos, es un canibalismo metafórico. Nadie va a salir con el brazo machucado por quién tenga sentado al lado.
Somos caníbales de nuestra propia historia, de los que nos antecedieron. Nos alimentamos de esa historia, y andamos famélicos siempre, a conciencia o sin saberlo. La mordemos de a pedazos. Y nunca quedamos del todo satisfechos.
Cito a Oswald de Andrade del Manifiesto Antropófago: “Sólo la Antropofagia nos une. Socialmente. Económicamente. Filosóficamente. Única ley del mundo. Expresión enmascarada de todos los individualismos, de todos los colectivismos. De todas las religiones. De todos los tratados de paz. Tupi, or not tupi, that is the question. Contra todas las catequesis. Y contra la madre de los Gracos. Sólo me interesa lo que no es mío. Ley del hombre. Ley del antropófago”.
Oswald de Andrade fue una de las figuras claves del modernismo brasileño a comienzos del siglo XX, ese movimiento que propugnaba por una vida y un arte en comunión, y también problematizaba sobre la cuestión de hacer arte desde los márgenes, desde la periferia, como seres colonizados por Europa.
Debo confesar que todo este bagaje recién lo encontré al tipiar en Internet. Al terminar la novela. Y juro que no sé lo que son los Gracos. Pero me gustó mucho la idea de ese manifiesto. La de reconocerse como seres primitivos, de engullir lo que viene de afuera, de lo que está en la frontera, de lo que no sabemos bien si es nuestro o ajeno para intentar conformar algo parecido a la identidad.
Como escribió Gustavo Álvarez Núñez:
“¿Cuánto hay de mutación en las historias de tantos inmigrantes y refugiados que debieron mutar de piel, mutar de nombre, para tener una nueva vida, una nueva piel, un nuevo nombre, cuando llegaron a Argentina? ¿Y qué lenguaje sino el del destierro los hizo soportar sobres sus espaldas una nostalgia y un secreto inauditos? ¿Y cuánto de lo inverosímil mutará en verosímil a los oídos de los sobrevivientes?”.
Escribir es como un Tetris. Te caen figuras complicadísimas que colocás donde podés; cuando no pasa nada tenés al cosaco aburrido que te marca el tiempo y de vez en cuando te cae una palabra, frase o idea salvadora que encastra y el resto toma sentido para que puedas seguir adelante.
Escribir es como un radar. Cuando escribís tenés que tenerlo prendido. Como cuando Sebastián, aquí a mi lado, me contó la historia del zoológico de San Petersburgo y la incorporé a la historia.
Cito de la novela: “En Petersburgo hacían sopa con cola de carpintero, aserrín, y rasqueteaban los empapelados de las paredes para llenar el estómago. El único lugar respetado por los petersburgueses, paradójicamente, era el zoológico. A pesar de la escasez de comida, nunca nadie intentó asaltar las instalaciones donde habían quedado algunos ejemplares imposibles de trasladar antes del bloqueo. La residente más famosa era una hipopótama llamada Belle. Su cuidadora, Evdokia Ivanovna, iba cada jornada hasta el río Neva con un enorme barril para recoger varios litros de agua que calentaba y frotaba, junto con aceite de alcanfor, sobre la piel del animal para que ésta no se secase ni agrietase. Belle aguantaría”.
Escribir ficción es como un sonar. En esa búsqueda siempre aparece lo real —que no es necesariamente lo documentado— como uno de esos objetos más resonantes.
Pero la intención inicial fue otra. No había inmigrantes. No había siquiera canibalismo. Era mucho más escueta. Quería escribir una historia de terror en tres capítulos. Tres. Que cada relato fuese autónomo, pero tuviesen nexos entre sí. Y que cada bloque correspondiese a un género de horror:
- Fantasmas y casa embrujada.
- Monstruos míticos.
- Slasher: esas en la que un psicópata (Jason, Freddy, Michael Myers o el loco de la motosierra) asedia a personas sin justificación alguna para masacrarlas. El lugar que había pensado era un hotel. El asesino era un periodista en una conferencia. La víctima un renombrado actor llamado Sam Rockwell.
Aunque algo de esos tres géneros ha quedado en la novela la biografía también metió la cola.
Sí, esta es la historia de un inmigrante soviético llamado Sergei Paltsev. Un soldado que fue caníbal durante el sitio de Leningrado. Reconvertido en inmigrante, con sus dos hijos y el narrador tratando de armar su propio rompecabezas con piezas que no son suyas y debe robarlas para hacerlas encastrar. Sobre la cuestión acerca de si la novela tiene parte de realidad… Puedo decir que traté de ser respetuoso, pero no pudoroso con mi historia.
Nikita Lisica, mi abuelo biológico, al igual que Sergei también fue considerado polaco, pero nació en Ucrania y tuvo descendencia en la Argentina. También se casó con una enfermera italiana. También le faltaban algunos dedos. Creo que algunas de las partes más terroríficas —al menos para mí— son aquellas que efectivamente pasaron. Y, por el contrario, las más verosímiles, las más tiernas y costumbristas, las que nos abrazan, me las imaginé por completo.
Volviendo a lo de la colonización cultural. Aquí hay una lista impertinente de referencias desplegadas en la novela. Así se acumulan:
- Canciones de Creedence (traducidas al castellano como Banda Viajera o has visto la lluvia alguna vez, Orgullosa Mary) y de Iván Rebroff, cantante folklórico con un rango vocal de soprano y bajo.
- Las revistas el Tony, Nippur de Lagash o D’Artagnan.
- Las películas El Arlequín, Jesús de Nazareth, ambas protagonizadas por Robert Powell, y la segunda que siempre la pasaban en Pascuas
- La revolución libertadora del 55.
- El Colegio Mariano Acosta.
- Skinheads del Parque Rivadavia.
- Chuck Berry tocando en Obras.
- El payaso Oleg Popov del circo de Moscú.
- El bailarín Alexander Godunov. A quién conocí como uno de los malos de Duro de matar, pero resultó tener una historia más increíble que las de John McClane.
- El trago San Martín.
- Y el yaguarón. Mito guaraní que viajó por todo el río Paraná hasta llegar a las costas de San Nicolás.
Desordenada, yanqui, del litoral y también del Europa del Este. Así también es esta historia.
Cuando en el 2015 empecé a teclear esta novela, mi hijo José no existía. Solo en el deseo. Recién ahora entiendo lo que escribí.
“Ser padre es estar incómodo. Por momentos hasta disfrutás de esa incomodidad. Estás cómodo con esa falta. Hay algo que siempre se te va a escapar y uno no puede hacer demasiado salvo implorar que tu hijo no sufra demasiado.
—O sea yo.
—O sea vos. Cuando seas padre lo vas a comprender.
—¿Y si no quiero ser padre? —dije y se sorprendió, buscaba la respuesta en el aire.
—Vas a tener que lidiar con otras incomodidades”.
Si me preguntan si mi abuelo fue caníbal, entonces debo decir que no, o hasta donde yo sé no de carne humana en sentido literal, pero seguro que él se alimentó de las proteínas de aquello que lo antecedió, para conformar su historia, tal como luego lo hicimos mi padre y, en el futuro, lo hará mi hijo José Ignacio.