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El atajo

Escribí El Atajo en el año 2010, en una tarde de inspiración y placer en la que todos los párrafos fluyeron como si me los estuvieran dictando. Los cambios que le hice, posteriormente, fueron mínimos. Es un texto que destaca la complicidad de de los lectores y el amor por los libros.

 

a Gonzalo Maurenza

Cuando vamos en el colectivo y descubrimos a alguien que lee, es usual que nos estiremos para ver la tapa del libro y así saber de qué autor se trata, son más las veces en que esa información desvanece la expectativa, aquel pasajero lee algo a la moda que no nos interesa ni representa nada para nosotros, otras veces sentimos un alivio al comprobar que se trata de un gran libro. ¡Quién sabe el porqué de esta intromisión en la lectura que realiza ese desconocido con el que no tenemos ningún interés por hablar ni tampoco ofrecerle ningún tipo de seña cómplice y, sin embargo, de forma irracional, parece beneficiarnos con su presencia por estar leyendo algo interesante! Algo cambia, el colectivo continúa siendo una cápsula infernal, ruidosa, llena de oficinistas con sus tacos aguja o sus trajes grises iguales a otros trajes grises y sus corbatas diferenciadas en el sentido hacia donde van las rayas; nada cambia, los estudiantes continúan hablando durante cuarenta cuadras sobre la cursada del día, algunos pasajeros silenciosos, resignados a perder ese tiempo en el transporte público, parecen al menos aprovechar el hecho de que nada se espera de ellos por este rato, miran las pegatinas, las ramas de los árboles que rozan el colectivo; otros, otras, tienen que ocupar su tiempo, sacarle algo al momento, escriben mensajes con seriedad como si estuvieran enviando datos secretos para salvar multitudes de algún tipo de catástrofe o hablan en forma incesante, a viva voz, sobre la altura de la avenida, cuánto más se demorarán en el viaje, delante de qué edificio están pasando. Algo cambia y nada cambia, algunos, ausentes del entorno, con sus auriculares alrededor del cráneo, sonríen, no oyen música, siguen los chistes de un locutor radial que aprendió a hablar más rápido de lo que puede pensar. Y en el entorno del colectivo, más colectivos y coches, camiones, taxis, todos atascados en la avenida. Puteadas. Bocinas. Es el día en la ciudad. La importancia de llegar, de ir, de estar, de cumplir, la obligación de presentarse a tiempo y alguien leyendo un gran párrafo, un abismo, un poco de oxígeno, un momento del tiempo fuera del tiempo.

El párrafo que alguien destacó para volver a leer, para leérselo a otro. El párrafo que encierra el secreto del momento anterior a ser, el momento previo de vacío, la pared de piedra invisible que el escritor absorbió primero con calma, luego con angustia; caminó por la habitación, se detuvo, acomodó sus anteojos, mordió sus uñas, intentó forzar la espera, quiso agregarle algo intangible a esa aparente pasividad. Las copas de los árboles se mecieron de forma suave por la brisa otoñal. Los niños gritaron en el parque, lejanos, jugando felices. Los pajarracos chillaron de un lado a otro y un camión destartalado se hundió en la cuneta, sacudió sus piezas flojas que resonaron. Fue el final de la tarde. El escritor dejó de sentirse incómodo porque en su mente, el párrafo se había armado. Volvió a su mesa de trabajo y se sentó.

¿Cómo te llamás? ¿Qué música escuchás? Esas eran las preguntas iniciales que nos hacían los varones en la pubertad. Solíamos reírnos porque todos empezaban igual. Sin embargo, no era un mal comienzo, la respuesta a la segunda pregunta abría el diálogo y definía los momentos siguientes. Podíamos desechar personas o sentir que éramos incomprendidos cuando la lista de bandas y discos favoritos no coincidía. Pensábamos que era indispensable compartir la emoción por las mismas canciones para poder entendernos en otras áreas de la vida y en la percepción conceptual de asuntos filosóficos o sociales. Avanzábamos a pura intuición en el dibujo de ese mapa abstracto que contenía una isla sin nombre, donde llevábamos los tesoros encontrados.

¿Con menos prejuicios que en la pubertad? ¿Con la misma intensidad que en la adolescencia? Seguimos escuchando rock y la música continúa siendo un alimento espiritual y un nexo emotivo. Nos ponemos las zapatillas para ir a los estadios, a los encuentros multitudinarios motivados por una banda de rock, tal como hacíamos a los catorce años. Memorizamos espontáneamente las fechas de lanzamientos de discos. Guardamos en el cajón de la mesa de luz o adentro de un libro preferido, la entrada del próximo show. Buscamos las canciones que nos conmueven, que hacen más livianos nuestros pasos por la ciudad. Nos enamoramos de un álbum que ponemos tres veces por la mañana y dos por la tarde hasta agotarlo, con el mismo frenesí que teníamos a los veinte. Es una continuidad acotada a ciertos acontecimientos y determinadas búsquedas. Estamos parados en mitad del camino, desde aquí puede verse el inicio y también el final del recorrido, no somos los mismos, nos hemos deshecho y transformado en otros al menos una vez o dos. La música y la literatura nos acompañan en el recorrido, envolviendo las épocas, representando búsquedas, sueños, utopías, estéticas, encuentros, pensamientos y preguntas. El paso del tiempo deja obras en pie y sepulta otras, algunas canciones, ciertos temas, determinados autores permanecen, tantos otros quedan olvidados. Vamos al encuentro del autor desconocido como si abrir el libro fuera un suceso, volvemos sobre las páginas viejas de aquello ya leído sabiendo que lo encontraremos cambiado. Una vez más damos vuelta la página y estamos ante la siguiente en blanco.

El atajo es el camino que ya conocemos, el que nos lleva al encuentro del amigo, a la mesa del bar, a la casa familiar, el atajo es ese sendero tan incorporado que podemos recorrer a oscuras o dormidos, esos pasos que van solos hacia el lugar donde ya hemos estado confortables y felices y el atajo es también esa calle escondida, ese pasaje secreto por el que no hemos transitado nunca y que ignoramos a dónde conduce y cuando corremos las ramas que nadie poda y pisamos entre los cardos, sentimos ese vuelco de emoción por entrar en un lugar inexplorado.

 

Andrea Álvarez Mujica

 

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Horas de rock

Acotaciones

Por Andrea Álvarez Mujica

Escribí El Atajo en el año 2010, en una tarde de inspiración y placer en la que todos los párrafos fluyeron como si me los estuvieran dictando. Los cambios que le hice, posteriormente, fueron mínimos. No tengo muchas tardes como esa, la mayoría de las veces escribo por adicción, disciplina o necesidad.

Fervor por Television es una típica crónica de show, con la lista de temas, los comentarios sobre el sonido y la actitud del público. La crónica de show es un subgénero más difícil de lo que parece, los shows son para vivirlos, bailar y tomar cerveza, contar la experiencia puede resultar insulso y hacer una crítica objetiva puede ser inapropiado. Esa primera presentación de Television en Buenos Aires fue un acontecimiento estimulante y espero haber logrado trasmitirlo.

Luca en la Trinchera es un texto espontáneo, sin filtros, lo escribí de un tirón y sin puntuación. Después agregué las comas y puntos, pero algo de ese ritmo entero con el que surgió, creo que perdura.

Escribí Defectos irresistibles en base al libro Madre, hermano, amante, de Jarvis Cocker. Disfruté de hacerlo; volver a leer el libro, escuchar las canciones y ver fragmentos de shows y documentales. Trabajar en base a un libro requiere de cierto esfuerzo intelectual, hay que reinterpretarlo, pero mantenerse relativamente dentro de lo que el libro dice, no volarse del todo.

El Fuego de Lou Reed es otro de mis textos que surgió entero y su primera versión es casi igual a la última, con mínimas modificaciones. Cuando me enteré de la muerte de Lou Reed le escribí a mi editor para proponerle la nota. Necesitaba hacer un rito de despedida, decir algo como deudo, como parte de los tocados por la pérdida. Trabajé hasta tarde y logré entregar el material esa misma noche.

Cuando empecé a escribir Historias de shows me sentí tan cómoda y feliz que pensé que podía quedarme seis meses trabajando en ese material, ampliarlo, llevarlo a ciento veinte páginas, desprenderlo de Horas de Rock y convertirlo en un material autónomo. Decidí no hacerlo, no explotarlo al máximo. La idea del texto surgió en una caminata hacia Tecnópolis con una chica y un chico que acababa de conocer. Un rato antes me había bajado en una intersección desolada y un florista me había indicado hacia dónde quedaba el predio. Luego aparecieron el chico y la chica, apurados, flacos, con sus remeras y jeans oscuros y las zapatillas sucias. Se acercaron a preguntarme el camino y juntos nos metimos en esa boca de lobo que supuestamente nos conducía hacia el escenario en el que iban a tocar primero The Libertines y luego Iggy Pop. Mientras avanzábamos en la total oscuridad, para entretenerlos, empecé a contarles historias de shows.

Pablo Martín, guitarrista de Tom Tom Club: Canciones que desafían la lógica. Cuando mi editor me propuso la nota me entusiasmé de inmediato. Aunque no conocía a Pablo, me alcanzaba con saber que era el guitarrista de TTC. El álbum DOWNTOWN ROCKERS había salido hacía poco y antes de ir a la entrevista lo estuve escuchando. Nos encontramos en El Federal y la pasamos bien. Pablo es franco y chispeante. Después descubrí todo su talento y la efervescencia creativa que le permite estar en proyectos tan distintos como los Du-Rites y Lulu Lewis.

Disfruto mucho de hacer entrevistas. En especial del trabajo de edición. Elegir una frase del entrevistado para completar el título es uno de mis momentos favoritos. Para La Vuelta de El Vértice, opté por la oración de Gigio —“Me gusta hacer de lo cotidiano algo eterno” —; porque sintetiza el poder de su poética. Gigio es un letrista excepcional. Parece tener una fuente inagotable de la cual saca melodías y versos, sin dificultad.

Los Pillos, el sonido de una época. Hice la entrevista con Yansón y Aloé un mediodía del año 14, en el primer piso del bar Biblos. Aunque no nos conocíamos fue como un encuentro de amigos, una charla sincera y reveladora. Me impactó gratamente la valorización que tienen por la amistad, el cuidado con el que abordaron el pasado y la lealtad a los ideales juveniles.

Inicié la nota Horacio Gamexane Villafañe, un guitarrista endemoniado después de ver fragmentos de un documental en el que Gamex desarrollaba ideas polémicas. Verlo en el documental me motivó. Recordé los encuentros en el jardín de Ave Porco a finales de los 90. Las conversaciones inconclusas que teníamos en ese patio entre edificios, donde nos veíamos por azar, los jueves de madrugada. Supe desde el principio que podía hacer una nota divertida, pero tomé otro camino, decidí mostrar su inquietud y su inconformismo.

Palo Pandolfo: “El arte es una batalla contra el miedo”. Hacía años que no veía a Palo. ¿Desde las presentaciones de Los Locales en La Luna, allá por los 90? ¿O la última vez había sido en este siglo, en el vestíbulo de un teatro donde hablamos sobre los hijos? Como fuera, lo encontré muy lúcido y libre y en ese rato, en el que tomamos te de rosas o de frutos rojos, se creó un clima íntimo, aunque estaba el grabador sobre la mesa y el fotógrafo de la revista esperaba en un sillón a unos metros, Palo habló como si se tratara de una conversación privada. Titulé la nota con una frase de él que dice: “Soy como un dragón que se acuesta sobre sus tesoros y los aplasta con la panza”. Envié la entrevista y en seguida mi editor me contestó pidiéndome que cambiara el título. Así es que busqué en el texto y encontré otra frase de Palo tan buena como la anterior, o más.

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Colección Velocidad de Escape

Hormigas Negras suma un nuevo título a su catálogo

HORAS DE ROCK reúne una selección de notas de la periodista y escritora Andrea Álvarez Mujica, publicadas en la revista Mavirock, entre los años 2010 y 2016. Más la crónica inédita Historias de shows. Comentarios en torno a las canciones, chispazos de bares emblemáticos y acontecimientos personales entramados con eventos de rock multitudinarios. Un recorrido construido a través de recuerdos propios, libros de otros autores y anécdotas de los entrevistados.

De forma breve o extensa, HORAS DE ROCK ofrece opiniones y relatos vinculados con la música de Television, Sumo, Pulp, Lou Reed, David Bowie, Iggy Pop, Ramones, Virus, Morrissey, Nele Karajilic, Manuel Moretti, Tom Tom Club, El Vértice, Los Pillos, Todos Tus Muertos y Palo Pandolfo, entre otros.

Sobre la motivación que la llevó a realizar esta compilación, la autora dice: “En las revistas, el periodismo se caracteriza por la suma de fragmentos, los formatos son opciones para hacer entrar una parte de algo, nunca un todo. La vigencia de los artículos suele ser temporal. La idea fue hacer una lista de notas con cierta perdurabilidad y darle al lector un rato de placer, tal como sucede cuando ponemos la música que nos gusta”.

 

 

 

 

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Las tapas de Puro Barullo

Valeria Seoane diseñó la colección de narrativa Puro Barullo

“Refleja la unidad en las individualidades”

por José Mariano Albamonte

La colección Puro Barullo de la editorial Hormigas Negras, está diseñada por la artista plástica y diseñadora gráfica Valeria Seoane. “La premisa fue reflejar, de la manera más auténtica posible, lo que el autor había imaginado”. Valeria trabajó distintas opciones para cada libro. Luego los autores pudieron pensar y elegir. Todas las propuestas tuvieron “un foco en común muy claro: hacer una colección que lograra la unidad en las individualidades, respetando la identidad de cada libro, con diferencias de gráficas, estilos y paletas cromáticas, manteniendo algunos elementos que le dan armonía a Puro Barullo, a partir de la tipografía, de los círculos transparentes que se superponen y varían de color según la tapa y la personalidad de su autor”.

Fotos, ilustraciones, collages, todas las tapas son distintas e “insinúan algo del contenido, de las historias, desnudan un poco la esencia de cada libro”.

Para Los novios muertos, la novela de Andrea Álvarez Mujica, Valeria planteó las siguientes opciones: la máquina de escribir Olivetti, que finalmente quedó, tres versiones de flores del Parque Lezama y dos ventanas, una con pájaros negros y otra sin pájaros. Andrea Álvarez Mujica cuenta que “cuando recibí las tapas supe de inmediato que iba a quedar la máquina de escribir, aunque me gustaban todas. Las dos ventanas eran increíbles porque tenían la luz que se describe en la novela, la luz azul que inspira a Carla, la protagonista. Los pájaros negros me hicieron pensar en la muerte que llega y, si bien esas ventanas eran geniales, con una luz encantadora, me pareció que daban la idea de un tipo de novela más poética o abstracta”.

Andrea envió las opciones de tapa a sus amigos y familiares para que eligieran la que más les gustaba. La respuesta fue unánime: todos se quedaban con la ventana sin pájaros. “Creo que Valeria pensaba igual que yo, que había que poner la máquina de escribir, a ella no le pregunté porque si ella elegía también la ventana sin pájaros, por ser la experta en el tema y la creadora de las tapas, me iba a influir. Así es que contra todas las opiniones me quedé con la Olivetti”.